Las artes de la observación




"Me hace renegar" decía mi abuela ante todo lo que le molestaba: un perro diminuto llamado Titán, que se hacía el desmayado si ella lo retaba mucho; o mi abuelo con sus botellas de vino escondidas en la huerta, o los "pericos" (una variedad de pollos chiquitos que solo servían para hacer ruido y estorbar).

Años la palabra me dio vueltas en el cerebro, ¿qué es renegar? Renunciar, despreciar, protestar... La última era la acepción de la abuela, pero a mí no me parecía. Siempre creí que quería negar dos veces, sobre todo a mi abuelo, que era uno sin alcohol, y otro -un misterio doloroso y llorón- cuando volvía de la huerta.

A él, un desconocido familiar que criticó hasta su muerte mi aparente soltería, le debo mi primera emoción peronista. Yo tenía 9 años y lo único que quería era sumar mis propias explosiones festivas a la navidad que nos juntaba en treintena parentesca. No me alcanzaban los cohetitos y rompeportones que nos regalaban, así que haciendo valer mi superioridad etaria y mi responsabilidad frente a la banda de primitos que me seguían, pedí una vez disparar un 22 corto que los inconscientes adultos menospreciaban con el mote de "matagatos".

Inconscientes porque me lo dieron...

Pero como de oposiciones está hecha la relación generacional y para no parecerme a ellos en inconciencia, a partir de entonces celebré las navidades, años nuevos (y cualquier cosa que mereciera un buen estampido), haciendo uso del 22 por supuesto, solo que lo hacía disparando con seriedad infantil a una chapa vieja que había en los fondos, porque tenía malos ejemplos de tiros al aire a mi alrededor, y claro, yo: tiro al aire, no...

Así es que una noche volvía triunfante de una descarga pistolera en la oscuridad estrellada, cuando vi que en el frente de la casa había otros festejantes improvisados, quemando la popular virulana con que sustituían a las "estrellitas", esos palitos con pólvora que le daban a los más chicos. Nadie se quemó nunca, vaya a saberse por qué...

Queriendo llegar al jolgorio de chispas, empecé a correr por el pasillo que daba a la calle, que estaba a oscuras como siempre porque casi no se usaba. Cuando iba llegando a la puerta, un murmullo raro me hizo detener...

Una voz quebrada de mujer y el llanto ahogado de un hombre. 

Dejé los fuegos de artificio para después y me acerqué despacio a la sala de los cuadros familiares mezclados con alguno que otro de Evita y Perón. No tenía idea de lo que escuchaba y tampoco quería que supiera -quien fuera que estuviera ahí- que yo estaba iniciándome en las artes de la observación... je.

Tardé un poco en entender, y más tardé todavía en ver algo en la penumbra.
Por fortuna el sonido llegó primero: 
"No tengo en estos momentos más que una sola ambición: que de mí se diga, cuando se escriba el capítulo maravilloso que la historia seguramente dedicará a Perón, que hubo una mujer que se dedicó a llevarle al presidente las esperanzas del pueblo..." decía la voz femenina, un poco grave y y como con fritura...

Y ahí nomás escuché el gemido lloroso, sordo e impotente, con que mi abuelo desahogaba cosas que solo pude tratar de adivinar y que con el tiempo tampoco sé si comprendí.

Perseguí esa escena por muchas de las fiestas que vinieron después. En cada reunión familiar yo esperaba el momento en que el abuelo Mingo -sí, Juan Domingo- dejaría la mesa demasiado atestada para su borracha paciencia y se iría a la sala de los cuadros, buscaría un disquito (¡que era verde!) y escucharía una vez más el discurso del renunciamiento de Evita en un "tocadiscos" minúsculo y anaranjado que se oía mal.




Nunca escuché una sola palabra del abuelo que me dijera si le importaba algo la política, la sociedad e incluso su propia familia, de la que parecía siempre tan apartado. Nunca supe por qué era tan peronista...

Sin embargo, era la distancia la que definía todo en su vida. Su madre tenía seis hijos de un primer marido cuando llegó al pueblo un apostador profesional que abrió el garito más concurrido que se conoció por la zona. Fue el Club Recreativo durante mucho tiempo y no me enteré sino hasta muy tarde que lo había inaugurado mi bisabuelo. Pero la de Juana y Juan Celestino, los padres de mi abuelo, no fue una gran historia, porque en menos de un año se conocieron, tuvieron un hijo (también Juan, y Domingo tal vez porque era el séptimo, sin ninguna alusión al general ya que nació en el '24) y se separaron.

Juana no tardó nada en casarse otra vez y tener otros seis hijos, con lo que mi abuelo quedó en el medio, distinguido por sus dos mediadocenas de hermanos como el del apellido diferente, única identidad que le adjudicaron hasta que él tuvo 7 años y terminó su vida familiar, un día que se violentó con la maestra de primer grado que tal vez lo llamó también por su apellido y recibió a cambio un libro por la cabeza, como un final novelesco de escolaridad, familia y sociedad.

Desde entonces se fue de peón de campo y solo él supo qué hizo hasta que volvió al pueblo, después de dejar la "colimba" y al poco tiempo de conocer a mi abuela, que tenía cuatro años más y tocaba el acordeón en una "whiskería" del interior de Corrientes. Mi abuela Delmidia, contemporánea y amiga de Don Isaco Abitbol... 

De esa época ignota solo quedó una foto donde mi abuelo se veía flaco y alto con su uniforme de militar, y mi abuela lucía misteriosa con su vestido blanco y su collar de perlas.
Recién ahora soy capaz de ver una analogía que seguramente no es más que una poética interpretación: él, un intento de militar, ella, una pretendida artista de pasado oscuro...

Siempre me los imaginé juntando sus historias de huérfanos y víctimas de fraternales rechazos, exiliados de sus hogares por culpa de malos hermanos y de egoístas pretensiones económicas... pero yo empecé a tener noción de la vida íntima de mis abuelos cuando ellos ya casi no se hablaban, con lo que de alguna manera me vi obligada a seguir pistas, inferir datos y emparchar huecos narrativos con sospechas más o menos bien armadas.

Mi abuelo cuidaba la huerta como si fuera su religión, y supongo que se emborrachaba para olvidar la soledad que lo perseguía, aunque estuviera siempre rodeado de gente. Mi abuela era seria, algo malhumorada y justa como no conocí a nadie más en mi vida...
Entre el año '45 y el '57 tuvieron sus seis hijos. Era un hogar en el que se veneraba a Perón y a Evita y creo que esos fueron sus años más felices...
Ninguno de los dos me dijo nada, nunca, sobre qué era aquello de ser peronista... ni sobre ninguna otra cosa, la verdad...
No hacía falta, la justicia que buscaban y defendían incluso a costa de sus propios intereses, la solidaridad silenciosa, y sobre todo la inquebrantable dignidad con que aguantaron cada dolor que vivieron, me enseñaron más que cualquier discurso...
Tampoco sé qué fue de aquel disquito verde que tenía la voz de Evita, pero desde entonces escucharla me lleva a las emociones menos comprendidas de mi infancia, las que me mostraron por primera vez cuánto puede esconderse en el dolor de los otros...

Será por eso que yo también me declaro peronista, y aunque no me gusten las fechas que recuerdan muertes, hoy, 26 de julio, me dan ganas de pasar otra vez por el pasillo donde oí a mi abuelo, y que otra vez suene la voz de Eva diciendo: "de aquella mujer sólo sabemos que el pueblo la llamaba, cariñosamente, Evita..."


Tampoco les dije nunca, a ninguno de los dos, cuánto me importaba saber de sus vidas. Me quedé en el margen, del lado de los silencios, barajando las dos o tres naipes con las que leo el pasado, esto que estoy escribiendo...



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bellísimo...! Se me pianta un lagrimón.

Anónimo dijo...

Bienvenida Silvita la pistolera.
Siempre te vi o los tiros y eso es lo que te hace encantadora además de tu relatar.
Hernán

Publicar un comentario