Pensamientos de Café

Está vez debería haber empezado este escrito diciendo como acá y acá "ayer (no) fui a Provisorio” pero lo inesperado hizo que esta entrada se inscriba en la tópica de “las vísperas escriturales” iniciada por Liviana Divaga aquí y continuada por Café en esta otra entrada. Tampoco fui a los siguientes Provisorios por lo que la rutina autoimpuesta de escribir luego de cada miércoles un “ayer fui…” se tornó un tanto aleatoria o discontinuada: Independiente de las suposiciones de mi amigo Azar ha quedado sujeta a circunstancias que no vienen al caso explicar.
Pero si me permiten quisiera referir al Café.
No, de nuevo no a Café Azar. Sino a la derivación que tuvo el nombre de esta bebida africana que los árabes legaron al mundo.
Ocurre que hace un par de miércoles atrás no fui a Provisorio pero oí divertido la charla que tuvieron Café y Miguel con el Tano Fiorio (cada día canta mejor) y la promoción de su Cd cantado a dúo con el Piano de Mauri Peréz.
Al cierre del Programa se escuchó la interpretación que grabaron de “El último Café”, Tango de Cátulo Castillo que habla de una tarde de lluvia en la que el café lo invita a evocar según él, sin razón, a aquella: la del desdén, la del adiós de azúcar y de hiel como el café.
La bebida y su aroma evocan geografías trajinadas y situaciones como la de esa despedida cantada o ciertas rutinas que marcan nuestras vidas como el aroma del café que mi veja me mandaba a comprar cuando pibe en el almacén de la esquina en la avenida Montes Oca, donde lo molían a pedido con una maquinita gris .
Aroma que según como soplaran los aires podía combinarse con la del chocolate de la Fabrica Águila o de la Bagley equidistantes a seis cuadras de mi casa, el centro de aquel universo barrial que los astrónomos de Buenos Aires llamaron Barracas.
Y también ese "último café" dio lugar en este torbellino de recuerdos, a cierta “saudades de estaño”.
No sé si hay otra bebida o alimento que como el café diera, sin modificarse, su nombre a espacios característicos de la sociabilidad urbana. Bebida y local de consumo se confunden en un mismo nombre. Suerte de metonimia de todo lo que en realidad encierra el bar.
Sé que hay un artículo de Philippe Ariés -antaño nos hizo leerlo la Goro en clases de Antropología de las Sociedades Complejas- que refiere al Café, el Coffee dirá el afrancesado, como espacio relevante de la vida moderna.
No pude reencontrarme ahora con este texto pero hasta donde recuerdo mentaba al Café como un espacio de frontera entre lo público y lo privado, entre el universo masculino y el familiar. Lugar asociado a ciertos vicios viriles en el que antiguamente no era bien vista la permanencia de las mujeres reputadas como honorables. Local peligroso para la cándida inocencia de los chiquilines que aspiraban a sentarse en sus mesas milagrosas.
Sé que hay un artículo de Philippe Ariés -antaño nos hizo leerlo la Goro en clases de Antropología de las Sociedades Complejas- que refiere al Café, el Coffee dirá el afrancesado, como espacio relevante de la vida moderna.
No pude reencontrarme ahora con este texto pero hasta donde recuerdo mentaba al Café como un espacio de frontera entre lo público y lo privado, entre el universo masculino y el familiar. Lugar asociado a ciertos vicios viriles en el que antiguamente no era bien vista la permanencia de las mujeres reputadas como honorables. Local peligroso para la cándida inocencia de los chiquilines que aspiraban a sentarse en sus mesas milagrosas.
Pero sí pude recontrarme hace poco, una bella tarde, con el que para mis recuerdos infantiles es El Café: “El pensamiento” o “el Pensa” como abreviaban los vecinos al nombrarlo.
Todavía está ahí en la ochava de Montes de Oca y Brandsen: con su barra, con su mosaico cuadriculado, con su mueble para colgar las copas, con una marquesina un poco más novedosa. Sin la separación entre el salón de adelante, dónde se sentaban los muchachos del barrio y el territorio reservado a las familias con su frontera sutilmente trazada por cortinas cuadriculadas en las ventanas y que ya lo transformaban en un mini restaurante.
Nombre en singular y filosófico: “El Pensamiento” encerraba por aquellos años la cifra de la metafísica de arrabal inmersa en nubes de puchos y el tintinar de las cucharas en los pocillos que contenía el café que expendía la enorme y humeante máquina Express o el hielo agitado en vasos de whisky y, el murmullo y las risas o los dichos de un partido de truco.
Generaciones de muchachos de barrio, las del Café y el cigarrillo, los de la vieja guardia y los de la joven, engominados los unos y flequilludos los otros, bandoneón y guitarra electrica convivían en mesas separadas, no sin cruzar algún comentario fulbolero o al pasar de alguna mina frente al convento de Santa Felicitas que como es sabido todavía evoca a la mujer más linda de un Buenos Aires de tiempos más lejanos aún.
Estar en “el Pensa” con mis hermanos mayores y sus amigos era un secreto orgullo para aquel niño que fui. Pero esa íntima satisfacción concluía cuando una orden emanada a media cuadra, en la 26, nos conminaba a los menores a barrer un calabozo hasta que viniera mi viejo (le tocaba a él porque éramos de los pocos que teníamos teléfono y cierta comprensión paterna) quien se hacía cargo de los hijos propios y de los ajenos con amable discresión.
Esa humillación policial quizás en mi necrológica figure como lo más próximo a un período azul. Todo poeta moderno que se precie tuvo el suyo.
Nombre en singular y filosófico: “El Pensamiento” encerraba por aquellos años la cifra de la metafísica de arrabal inmersa en nubes de puchos y el tintinar de las cucharas en los pocillos que contenía el café que expendía la enorme y humeante máquina Express o el hielo agitado en vasos de whisky y, el murmullo y las risas o los dichos de un partido de truco.
Generaciones de muchachos de barrio, las del Café y el cigarrillo, los de la vieja guardia y los de la joven, engominados los unos y flequilludos los otros, bandoneón y guitarra electrica convivían en mesas separadas, no sin cruzar algún comentario fulbolero o al pasar de alguna mina frente al convento de Santa Felicitas que como es sabido todavía evoca a la mujer más linda de un Buenos Aires de tiempos más lejanos aún.
Estar en “el Pensa” con mis hermanos mayores y sus amigos era un secreto orgullo para aquel niño que fui. Pero esa íntima satisfacción concluía cuando una orden emanada a media cuadra, en la 26, nos conminaba a los menores a barrer un calabozo hasta que viniera mi viejo (le tocaba a él porque éramos de los pocos que teníamos teléfono y cierta comprensión paterna) quien se hacía cargo de los hijos propios y de los ajenos con amable discresión.
Esa humillación policial quizás en mi necrológica figure como lo más próximo a un período azul. Todo poeta moderno que se precie tuvo el suyo.
Al mío... lo inspiró “El pensamiento”.
Hernán Cazzaniga
Hernán Cazzaniga