Fragmentos de un relato adeudado..

Fragmento primero: de aquí, ¿a un mundo libre?.

Carreteo de primer tramo. Partir hacia el sur del mundo desde la ciudad de Posadas un sábado de noche con destino a Buenos Aires no es algo nuevo ni que interese en su relato, sólo que esta vez no era el destino final, entendiendo al término final como la conclusión de un trayecto mundano y material. Llegar a la gran metrópoli argentina un domingo de septiembre permite con ligereza abordar el subterráneo en Retiro; el movimiento de estos espacios en estas mañanas dan cuenta de lo que sobrevive a una noche de sábado.
Caminando con cierta premura me dirijo hacia la línea B. La roja. Combinación 9 de julio. Me sumerjo en lo hondo del metro, dando inicio a la travesía metropolitana. En uno de los pasajes bajo tierra, una pareja y un niño se encuentran perdidos, buscan la estación que los conecte con el Abasto, el carga una guitarra que oculta bajo una funda negra con inscripciones que no se llegan a comprender, ella mira con ojos desorientados, necesitan ser guiados hacia su destino próximo: la estación Carlos Gardel. Me ofrezco y caminamos juntos, son de Córdoba, de Mina Clavero. Bajo en la siguiente: Pasteur. Mi amiga habita en el corazón del barrio del once, me espera con un almuerzo acompañado del estudio de su hija que desea poder ingresar al Nacional Buenos Aires; ya 13 años, pienso, mientras engullo un pollo al curry sabroso y nada soso. Ella contiene los nervios que provocan este tránsito hacia un lugar aun sin conocer, es el tiempo para verificar mis olvidos típicos: peine, shampoo, dentífrico, candados de viajes.

Al rato el remisse toca a la puerta; ¿tan pronto?. Es hora.

Voy al sur para volar al norte. Llego a Ezeiza con la antelación necesaria para que el caos vivido allí no me absorba.Pareciera ser un tiempo pasado, un aeropuerto lleno de personas solas o en grupo que se disponen a viajar. Muchos, tantos. ¿ El dólar no está alto? ¿Este es el sector social que siempre viaja? ¿Hay planes de pago para esos contingentes? Despacho mi equipaje, realizo el pre-embarque, embarco con diez minutos de atraso, despega, vuela; pienso: hice bien en viajar por Iberia, me tranquiliza, mi manejo del idioma inglés es deplorable, tarzanesco…

El vuelo, según el billete de la empresa aérea dura once horas, cincuenta y cinco minutos; imposible controlar. No tengo reloj, mi celular ya no tiene señal, permanece apagado. El avión despega y mientras el vuelo inicia, mi cuerpo y mente se hunden en un sueño que ha de prolongarse durante todo el viaje. El cansancio acumulado en los días anteriores ayudan a depositarme en mi silla de clase turista sin dar cuenta de sus noventa grados de inclinación.
Pasadas las horas despierto, es raro no tener idea de la hora. El vuelo llega a Madrid a las 14,30hs, salió de Buenos Aires a las 21,35hs.; en algún momento previo al viaje alguien me sugirió consumir algún tipo de ayuda somnífera, no hizo falta, mi agotamiento me llevó lánguidamente a un soñar profundo.

Agotada y nerviosa, un estado un tanto frecuente, desembarco en Barajas, allí hay que cambiar de terminal, mi vuelo a Londres sale en dos horas. Hace 12 años que no viajo en vuelos internacionales, no conozco este aeropuerto, y ese desconocimiento me provoca cierta angustia. Durante el vuelo tuve la esperanza de poder consultar el itinerario próximo a mi compañero de asiento, pero entre su dormir y el mío no hubo encuentros posibles. Al bajar sigo al grupo, tantos años de diseño ayudaron a descifrar señales; entender la lógica normada observando a los demás te ayuda a proceder. En algún momento uno cree ser único, hasta dar cuenta de que decenas, centenas de sujetos se encuentran en procedimientos, inquietudes y tránsitos idénticos a los de una. Esos no-lugares nos masifican en una cierta alienación sin intención, prevalece la causa y su efecto al servicio de la función.

Embarco rumbo a Londres, un poco más al norte, es un vuelo tranquilo, la ausencia de pares se siente más intensamente; el idioma es una barrera, por momentos infranqueable. El instinto de supervivencia trae a la memoria los juegos de aquellas clases de inglés en el colegio, me aferro a las frases hechas de los movies de Holywood, de los lugares comunes, de las canciones repetidas y no aprendidas.
Llegamos a horario, claro, es Inglaterra ¿el té de las cinco, se servirá a las cinco?. En las oficinas de migraciones siento que vivo una proyección de Ken Loach; de un lado del mostrador, todos habitantes de mundos de conflictos, de desorden, de subordinación, esta es la mirada del imperial inglés hacia nosotros: sudacas, hindúes, musulmanes. Los mundos oriental y occidental americano se estremecen al querer ingresar a este viejo mundo. Gracias inmigración europea en Argentina, heredera soy de sus rasgos. Mi imagen entra en sus representaciones reconocibles, aceptables.

Ahora a buscar el Underground, la línea Picadilly Line, hacia Hyde Park Corner. La encuentro pronto. Camino hacia la ventanilla de venta de billetes. Pido uno. Son 4,50 pounds. Alcanzo los que mi amiga del once me regaló; el vendedor me los rebota, los códigos gráficos no coinciden, ya son otros. Los billetes de mi amiga ya no sirven, hasta en Inglaterra el papel moneda se vuelve obsoleto; los guardo y emprendo el viaje, once estaciones me separan de mi destino casi final.
Lo próximo es ubicarme a la salida del tube y encontrar mi residencia londinense, la dirección 49 Belgrave Square, la referencia es Converce, una calle con la característica de ser circular. Recuerdo lo visto en Google Hearts, la plaza de un lado, el arco del otro. Salgo del tube, ya es de noche, doy con la calle circular. -¡Los autos circulan al revés ! -¡ Uuuh mirá !!, un autobús rojo de dos pisos!. Vuelvo a lo mío: la casa. Continúo. Estoy cerca. Ahí, un poco más allá, está ella: la casa que me albergará. En su frente flamea una banderita argentina.
Toco timbre. No hay respuesta. Insisto…silencio. ¿Y si no abren?, ¿y si no hay nadie?, ¿si no me esperan? Cuantas dudas, cuanto miedo… ¡help, help! Vuelvo a tocar, vuelvo a insistir. Mis golpes se escuchan, la puerta se abre, es Antenor, uno de los mucamos de la residencia argentina, sabe mi nombre; me informa donde están mis compañeras de cuarto y expedición, una de ellas es la causante de mi estar en Londres. Respiro, sonrío, miro hacia la calle, alguna cámara ha de registrar mi emoción: ¡estoy en la ciudad de Orwell!.

http://www.youtube.com/watch?v=bNOa0enN8d4

Visión de futuro

Se despertó y soñó. Soñó que estaba en Posadas, en un barrio cerca del río. Soñó que trabajaba en la costanera. En la obra. Soñó que se lavaba la cara en una palangana de latón, medio abollada, que trajo de lo de su hermano una tarde que la cargó con ropa sucia para lavar en su casa.

Soñó con un overol y soñó que tenía una bicicleta. En su sueño se metía el dedo índice en la nariz y con el reborde de la uña se sacaba un moco, en parte durito y en parte mocoso y desproporcionadamente largo.

En su sueño era viernes y se cobraba la quincena. En su sueño casi sin darse cuenta, pero disfrutándolo, tuvo un estremecimiento al pensar en la fría cerveza de la tarde al final, con unas chicharras sonadoras montadas de incognito en la extensión de un chivato arquetípico.

El día fue igual a todos: agotador. El overol se pone duro cuando desde su interior se le depositan una tras otra, infinitas y renovadas capas de sudor. En tanto ardor, solo una serva, como ambar fresco, derramando su magia ininflamable por las paredes del crater calcinado...

Pero aun el premio iridiscente debía resignarse a la vulgaridad de la espera. Aun había que cobrar la quincena. No por estar llena de chanzas y risas, la cola de la quincena es menos larga y espectante.

(Los cascos amarillos a veces encopetan las simuladas y esporádicas luchas discretas entre amigos. Trepidantes expresiones guaranoides las acompañan)

Y finalmente, cuando ya el sol abandonó la compañía que adormecido le prestaba a su largo y enfilado acecho, se paró frente a la mesa y recibió su sobre.

En ese momento, que es un momento que lo aisla del mundo, asordinando las voces y los ruidos y concentra su maltratado ser, lo concentra en extremo sobre el contenido del sobre (un recibo y un dinero), cuando las yemas de sus dedos adivinaron el aleteo suave de los entrerotos bordes de la plata, se despertó, confundido, con calor y escalofrío.

Se despertó Marcelo Siri, un segundo antes de morir de un tiro en la nuca, en el asiento de su auto.