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"Un hombre serio" en clave de Job (o Jod) o Reflexiones teológicas para molestar a creyentes devotos.

Después de ver anoche junto a Hernán Cazzaniga "Un hombre serio" de los hermanos Coen, los dos nos quedamos tratando de encontrar algunas claves para interpretarla. Sobre todo en su prólogo, que parece tan alejado conceptualmente del resto de la película. Al tratarse de dos profesionales de las ciencias sociales, obviamente teníamos que tener inmediatamente una respuesta -y que fuera inteligente- con lo que arriesgamos unas hipótesis interpretativas que, por fortuna, debido a mi poca memoria reciente ya me olvidé.

Pero como no es cosa de darse por vencido y fingir que lo de anoche entre nosotros no pasó, me puse a buscar esta mañana en la red comentarios sobre A serious man, con lo que pude ver que la mayoría andaba perdida como nosotros. Hubo una sola crónica que me llamó la atención y, que si bien no ahondaba mucho en la cuestión, me tiraba una pista que inmediatamente me volvió a mis recuerdos de infancia: "Los hermanos Coen parodian el Libro de Job".

(No aporta mucho que diga que en los últimos años siempre llevo conmigo un paquete de magdalenas y que Combray queda a la vuelta de cada esquina, por lo que -verbigracia- hasta cuando piso caca en las veredas de Posadas, en lugar de putear, me acuerdo de mi perro Picho y de nuestros paseos veraniegos por la perdida estación de Villa Luro).

Pero la cuestión es que lo de Job sí me pegó, porque es un libro bíblico que nunca entendí bien, desde que mi madre no tuvo mejor idea que regalarme para la preparación en el catecismo una Biblia para niños, ilustrada en cada página -en la mejor tradición medieval de la iconografía como Biblia pauperum- y abreviada, para hacer más llevadera su plúmbica lectura. Recorrí muchas veces las imágenes, pero creo que nunca leí nada -al menos no lo recuerdo. Nada, salvo el relato sobre el paciente Job. Después de ver aquellos cuadros tan bien pintados por manos piadosas, tan aptos para incitar a los niños a pensar en Dios y soñar con las delicias celestiales, se fijaron tres en mi memoria: la subida de los animales al arca de Noé, la cabeza de Holofernes en la mano de Judith, con un colgajo de venas y arterias que salían del cuello seccionado y que dejaban caer una catarata de sangre, y el cuadro de Job, tendido en el suelo, anciano, cubierto el cuerpo de horribles llagas y pústulas, con un plato vacío al lado y la sola compañía de un perrito.

Todo resultaba comprensible con las imágenes, pero para un niño de nueve años como yo, se hacía difícil de entender cómo Job, el hombre más bueno, justo y piadoso al sur de Edom -que vendría a quedar uno poco más allá de Villa Luro- , tenía que sufrir de ese modo y nada menos que a manos del Dios más misericordioso del que habíamos tenido noticias. Y fue difícil de entenderlo en las décadas siguientes. El texto ensayaba la explicación: Satán había hecho una apuesta con Dios y el Viejo Timbero había agarrado viaje. La apuesta consistía en quitarle a Job todo lo que tenía. Obviamente esta no iba a ser tarea del Altísimo sino del demonio, que al final de cuentas estaba para eso. Dios le había dicho "tienes todos sus bienes en tus manos, sólo cuida de no poner tu mano en él". Por lo que el diablo le derribó la casa con los hijos adentro, le quemó las ovejas con los pastores incluídos y le hizo pasar a degüello a otros y que le robaran el ganado mayor. Y Job se la comió doblada.

No contento con todo eso, Satán volvió a mojar la Sagrada Oreja, diciendo que al hombre le importaba no ser tocado en su integridad física, por lo que -en una nueva apuesta- el Creador lo autorizó a convertir a Job en una llaga ambulante (quienes vieron la película de los Coen, de la que ya me había olvidado, me irán siguiendo mientras se acuerdan de los padecimientos de Larry Gopnik). En resumen: estos juegos del Maléfico suceden porque Dios los permite, aunque no sea la herramienta que los cause, y la víctima es un pobre tipo que no tiene nada que ver con la ludopatía del Gran Sofovich (apostador en hebreo antiguo).

Tres amigos, intentan consolar a Job con una serie de boludeces, como hacen los tres rabinos -o al menos dos- con Larry, pero frente a la terrible situación del tipo, nada tiene sentido. Pero lo importante es que no niega a Dios. Tal como Gopnik, le reclama que está lejos mientras el mal triunfa. Lo que no puede o no quiere ver, es que todo pasó porque su Dios estaba jugando con él. Los pobres judíos no tienen cómo explicar en tener a un hijo de remilputas como dios y los cristianos no pueden explicar cómo éste se pudo convertir en un abrir y cerrar de Testamentos en el Dios-Padre bueno y proveedor.

Al final, después de que Dios realiza su propia serie de discursos -tal como lo habían hecho los amigos de Job- explicando el sentido de la creación y destacando su propia grandeza todopoderosa (pensemos que todo eso sólo para justificar su ludopatía)-, castiga (para variar) a dos -que serían los dos primeros rabinos de la película- por no haber hablado de él con justicia (uno de los primeros casos de censura a la crítica) y le devuelve a Job el doble de su hacienda, le da nuevos hijos e hijas, dinero en abundancia y muchos años para gastarlo. Hasta ahí el Libro de Job. La película de los Coen se corta antes y deja a Larry "Job" Gopnik en medio de los padecimientos -aún cuando éstos se mezclan con atisbos del final bíblico: el bar-mitzvah del hijo, su acercamiento a su mujer, su permanencia en el cargo académico. Y tal vez queda ahí por la misma razón por la que yo me cuestioné la historia de Job desde chico: ya no importaba que a Larry le comenzara a ir bien, cuando había sufrido tanto y sin motivo. Recordemos que "los motivos" de la situación es algo que varios personajes le preguntan, al menos su abogado y uno de los rabinos.

Una de mis primeras objeciones al Libro de Job, y que seguí preguntándome por mucho tiempo, era que si daba lo mismo tener nuevos hijos que sustituyeran a los anteriores muertos y si toda la ventura posterior borraba los sufrimientos pasados. Tal vez preguntas demasiado racionales para una historia que pretende ser una metáfora sobre el hombre o quizá sobre los padecimientos del pueblo de Israel. Si Dios ya sabía que Job era fiel -ya que me enseñaban que TODO lo sabía- ¿para qué joderle tanto la vida? ¿por qué no ahorrarle padecimientos y jugar con Satán a quién escupe o mea más lejos?

Los Coen, en el fondo, cuestionan la desgracia de nacer en una familia -o en una comunidad- de fanáticos, sean de la religión que fuere: judíos, menonitas, cientólogos, católicos o Testículos de Jehová, porque lo único que se consigue es aumentar los padecimientos ante el abandono del Creador. Y ese final, en el que ya nada tiene sentido, porque el tornado ya está encima de todos mientras el viejo profesor intenta abrir la puerta del sótano que los salvaría, es la metáfora más clara de la ausencia de la protección divina.

Recordar a Job a través de los Coen, me hizo pensar en la continuidad resignada que el cristianismo propone en su lectura de este pasaje bíblico. Todo lo que nos pasa, tenemos que afrontarlo como el paciente Job: no cabe la rebelión ante la autoridad divina (en definitiva ante la autoridad), hay que resignarse al destino, porque detrás está el Sapientísimo Designio.

Volviendo a la pregunta de por qué Dios no intervino o no interviene antes de que pasen las desgracias (terremotos, enfermedades, etc.) más allá de sus supuestos juegos y apuestas, hoy en día tengo muy clara la respuesta: porque no existe.

P.D.: La explicación del prólogo de la película se la dejo a Hernán Cazzaniga, porque pienso que es ideal que la aborde un antropólogo. Yo -como no podía ser de otra forma- tengo mi interpretación y entendí perfectamente cómo encaja en la película -nadie piense lo contrario-, pero no quiero invadir competencias disciplinarias, y además quedé con unos amigos con los que nos reunimos los domingos a hacer apuestas del tipo de "a que no vas y...". Es una costumbre que me quedó de mi infancia cuando era exégeta bíblico.