Mostrando entradas con la etiqueta Viajes por el Uruguay. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Viajes por el Uruguay. Mostrar todas las entradas

The waste land ou O misterioso caso do aquário fantasma.

Cuando leí la crónica de Larri sobre Minas de Corrales, recordé muchos viajes desde Buenos Aires hacia Brasil y viceversa, que me obligaron a hacer noche en diferentes lugares del Uruguay; eso sí: siempre al norte, siempre después de haber recorrido kilómetros que me habían dejado esa impresión de tierra yerma en la que mi imaginación no alcanzaba para idear algún proyecto productivo que se pudiera realizar en medio de tanta nada. Unas horas después, Brasil siempre me enrostraría lo limitado de mi creatividad rural. Eso sí, nunca me reveló cómo esas tierras que parecían muertas y sin colores se transformaban en los diferentes verdores del nuevo paisaje. Parecía sólo la magia del cruce fronterizo.

Atravesar el Uruguay fue para mí siempre el sacrificio necesario para llegar al destino querido. Nunca lo consideré un paseo ni parte de un viaje placentero, así que, como mucho -para aliviar el mal trago-, puedo reírme con algunas anécdotas o recordar la amabilidad de las pocas personas con las que me comuniqué en esas travesías.

A través de esas experiencias y de breves visitas a Montevideo, siempre tuve la impresión de que, así como otros países viven a cuestas -aunque no en forma exclusiva- de un pasado glorioso y todavía cobran sus rentas, -tal vez Grecia sea paradigmática en este caso- el Uruguay vive con la curiosa idea de un pasado que pudo ser y no fue, para explicar un presente que tampoco es. Ya sé que esta opinión puede generar muchas reacciones en contra, pero es nada más que una opinión expresada casi en una mesa de café, que no pretende generar polémicas encendidas y que estoy dispuesto a rectificar e incluso a contradecir con vehemencia, frente a la primera aparición de arma blanca o tortazo cruzado de algún ciudadano oriental.

Dije que recordaba esos viajes y a veces hay gente que recuerda por uno; el uso de la cita -que es como un plagio con copyright- es el mejor recurso cuando no se tienen muchas ideas o cuando otro puede decir algo mejor que uno. En este caso se dan las dos situaciones. Voy a copiar aquí una crónica de uno de esos viajes hecha por mi acompañante, que ilustra nuestro paso por la ciudad de Tacuarembó, un pueblo sin minas de oro y sin represas hidroeléctricas abandonadas, pero, por otros motivos, con un pasado tan virtualmente glorioso como el de Minas de Corrales descripto por Larri.

Copio aquí la crónica que su autora tituló O aquário fantasma.

Há muitas histórias sobre cidades fantasmas, até mesmo Érico Veríssimo falou sobre esse tema em "Incidente em Antares". O fato é que a imagem de uma cidade que parou no tempo é um tanto aterradora e ao mesmo tempo familiar e recorrente, ou seja, é arquetípica. Mais ainda quando acompanhada do pensamento desconfortável de que algumas pessoas possam estar à margem dos acontecimentos que compõem nosso dia-a-dia, como fantasmas a vagar e aguardar por algum tipo de libertação ou de vingança. Enfim, entre as muitas histórias que podem falar das cidades mortas ou fantasmas, eu nunca li uma que mencionasse um aquário fantasma; então aí está, vou-lhes contar esta.

Viajando de Porto Alegre para Buenos Aires, eu e Mario precisamos fazer uma parada pelo caminho, numa cidade chamada Tacuarembó, no território sempre amistoso e simpático do Uruguai. Essa cidade tem uma particularidade que, de certa forma, já denuncia sua curiosa estagnação por volta dos anos 40 e 50: ela se auto-atribui o título de "provável" berço de Carlos Gardel. Sendo este um dos seus atributos turísticos explorados pelos habitantes do lugar. O turista desfruta do encanto deste charmoso slogan com a necessidade de deixar de lado a improbabilidade absoluta da legitimidade deste mesmo título, é claro.

Quando chegamos ao Hotel Central, era algo em torno de sete horas da noite. Estávamos com o carro muito carregado e estacionamos na garagem entre uma variedade de carros que pareciam estar estacionados lá há pelo menos uns cinquenta anos. Ao entrarmos no prédio, comentamos que deveria ter sido algum dia um lugar bastante bonito, mas infelizmente agora demonstrava mesmo muitos sinais de sua decadência, nas condições da pintura, da mobília e mesmo na equipe pequena e modesta do atendimento. Era cedo e saímos a procurar algum lugar em que pudéssemos jantar e queríamos comprar um tylenol na farmácia. Já não havia nenhuma farmácia aberta às oito horas da noite, embora uma delas tivesse plantão noturno anuciado e as luzes acesas, permanecia fechada e deserta. Tampouco havia algum restaurante aberto. Resolvemos nosso jantar no supermercado, correndo um pouco antes que também se fechasse!

Ao retornar para o hotel, aconteceu a visão que mudaria os rumos da nossa noite. Esperávamos o elevador quando nos voltamos a um cantinho do saguão em que jazia um aquário sem nenhum peixinho. Vazio e com bolinhas ligadas a oxigenar uma população que pelo menos ao nosso mundo não pertencia. Visão fantasmagórica. Fomos para cama e no meio da noite tivemos uma conversa insólita. Levantamos a hipótese de que o vazio do aquário, dos corredores do hotel e dos carros-fantasmas da garagem podia ser um sinal. Podia ser que o aquário fosse fantasma, o hotel, a cidade, tudo. Podia ser que nunca despertaríamos do nosso sono neste lugar parado no tempo e que nosso carro seria mais um a ficar no depósito de antiguidades que era aquela garagem dos anos dourados. Ou acordaríamos num mundo em preto e branco e reencontraríamos a opulência perdida do Hotel Central, nos uniríamos aos habitantes fantasmas, seríamos um deles. Rimos. Rimos muito mesmo da nossa idéia maluca. Mas por via das dúvidas, acordamos cedo e saímos logo do hotel e de Tacuarembó. Era melhor não arriscar.

Adriana Torres Guedes - Agosto 11, 2005

*Nota: Quiero aclarar que el pez petrificado de la foto se exhibe en el Museo de Geociencias de Tacuarembó, forma parte de la fosilteca y rocateca de dicho museo, y debido a sus proporciones no puede haber nadado antes de su fosilización en la pecera del Hotel Central que se menciona en la crónica. M.A.

Minas de corrales









Una comarca al sur del departamento Rivera, al norte del Uruguay. Entre hermosos cerros cubiertos de chilcas y formaciones rocosas propias de las últimas estribaciones del macizo de Brasilia, Minas de Corrales exhibe una rara de mezcla de pionerismo malogrado, orgullo antiguo y reflejo del Uruguay profundo, que los uruguayos del sur poco conocen.

Minas de Corrales tiene algunos privilegios, lamentablemente en ruinas o poco significativos para su prosperidad. Uno de ellos es la primera represa hidroeléctrica de Sudamérica, constuirda para proveer de energía a la molienda de mineral. Los otrora imponentes edificios y sus no menos imponentes ruinas, hablan ese lenguaje obscuro y bello de lo que fué ambición y progreso y hoy no lo es más. Testigos de como se malogran los destínos promisorios muchas veces o como la riqueza a veces no deja hijos.


Como un reflejo nefasto del pasado, la explotación actual de oro en las cercanías del Pueblo le pasa a este por al lado, como en Potosí, la riqueza de la tierra fluye a otra parte. Por el pueblo se enseñorean las camionetas de la mina, nuevas, rápidas. A su paso surgen hongos prontos a desaparecer cuando el consumo de la mina se termine: carritos de hamburguesas y tiendas que venden tornillos (una especialización del consumo antes impensable). Desde 1996 se ha retomado la búsqueda empresarial del oro y no se puede decir que los beneficios para Minas sean evidentes. De los arroyos sigue saliendo oro y un señor viejito, que mantiene un museo del oro en una habitación de su casa, asegura que cualquiera podría ganar entre 50 y 100 dólares diários lavando oro en ellos.

Mañana habrá raid de caballos. Los mejores ejemplares del pueblo y sus alrededores correrán 60 kilómetros. Hoy pululan hombres de botas, bombacha y boina, en las instalaciones del Club Social de los Trabajadores. Al entrar hay un ambiente de mercado público. Los corrillos se reparten entre el escenario donde los trofeos dan una nota brillante, el exterior, donde se juega taba y el bar donde algunos parroquianos más que sentados parecen amontonados al mostrador. Todo exuda un olor a alcohol que sale de los poros. Los ojos enrojecidos de muchos sostienen requerimientos con puchos liados que cuelgan de los labios, en ese malabar criollo olvidado hace tiempo en otras latitudes.

Llegamos al lugar de la cena. En comedor del humilde hotel tenía una parrilla que parecía la sucursal del infierno. Esas llamas apuradonas que con cierta mezquindad van largando sus bracitas, se levantaban con el mismo apuro de siempre en el lado izquierdo. Tradicionalmente oblicua, la parrilla las enfrentaba, sosteniendo apenas los dos corderos que, suculentos, no habían dejado lugar para el más mínimo chorizo. Pero los corderos estaban crudos! y eran las 9 de la noche! Con Carlos nos miramos y nos dispusimos a esperar. Todos llegaron después que nosotros y se sentaron alegres en la interminable mesa. En una esquina personajes del pueblo compartían una guitarra y era como que john travolta, parloteara con john wayne, mientras leonardo di caprio los escuchara atentamente. Nuestra presencia los había reunido y casi se podría decir que los había hecho descubrirse unos a otros.

Todo terminó en abundancia. Los traedores de la carne se aburrieron al final, de ofrecer sin éxito su manjar de carne. El cordero estuvo buenísimo y, ya muy tarde, nos fuimos a dormir a una pieza de cuatro, entre cuatro, que era lo único que había libre.

Al día siguiente, a las ocho, lo mejor ya había pasado. Los del Raid (esa carrera que las mata bien muertas) salieron a las 6 y a las 10 ya habían llegado. El pueblo vivía un desasosiego que se le notaba inusual. Los más conspicuos miembros de su dirigencia comunicaban sofocados y telefónicamente a sus parientes en montevideo el resultado de la lid. Asombrados por tanta pasión, nosotros, puebleros, nos fuimos.

El próximo pueblo no era muy distinto. Sus glorias eran, sin embargo, de menor valor romántico y el busto de Artigas, dorado como todos, era de la clase de los que parecen extraterrestres disfrazados de Artigas.