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OKADA (el Japo)

Vaya uno a saber por que. Tal vez la imagen de Marx, o quizás las citas a las tesis sobre Feuerbach del post de Hernán Cazzaniga (http://provisorio987.blogspot.com/2009/12/miserabilidades-filosoficas.html) fueron las que movilizaron - quien sabe por que mecanismos - los recuerdos del Japo Okada y las ganas de escribir este texto (post?) en su memoria. Carlos Okada era sociólogo, docente, maestro - en el fino sentido de quien es sabio mas que académico-. Palabras, charlas y libros. Palabras sobre libros y libros sobre palabras. Curioso, incisivo y provocador, el Japo significó, al menos para mi, una nueva y rica forma de ver las ciencias sociales y la vida. Se sabe que la generosidad no es moneda común en los territorios universitarios, que hay libros que se esconden, que hay palabras que no se dan, que hay recursos que discrecionalmente se reparten. El Japo regalaba libros, te comentaba lo que estaba leyendo y te provocaba para que dijeras lo que no querías decir. Sus clases, en la carrera de Antropología, en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Misiones eran una mezcla de teoría, conceptos y vida privada. En los días de calor (como estos de ahora y que son casi inseparables del lugar) el Japo hablaba sobre Max Weber y su vida austera, sobre Marx y su yerno, sobre Adorno y su temor paranoico al estudiantado rebelde. Para el Japo no había cánones, ni canonizados. Seguramente diría - como Charly García - eso: “es parte de la religión”.

Escribía, dando inicio este post, sobre los (im)probables motivos que me llevaron a pensar –y escribir - sobre el Japo Okada. Voy a esbozar una posible, aunque arbitraria, ruta de acceso. Las tesis sobre Feuerbach están en el libro firmado por Carlos Marx y Federico Engels (tal cual aparecen los nombres en el ejemplar de las Ediciones de Pueblos Unidos, 1985): La Ideología Alemana. Libraco intragable sobre filósofos – obviamente alemanes - y del cual sacábamos una serie de citas todoterreno sobre materialismo que aparecían en las mencionadas tesis (de las mas de seiscientas páginas leíamos las cuatro sobre Feuerbach, aunque, claro, citábamos todo el libro). Eso de que el mundo hay que transformarlo, dicho con cierto gesto adusto, a los ojos de la chica que uno le interesaba solía tener un efecto casi mágico (la remera, el morral, el pelo largo y cierto descaro juvenil, hacían lo suyo). Sin embargo, y me parece oír la voz del Japo llamándonos la atención sobre la nota a la edición alemana, en la carta de Marx al editor, donde el barbudo decía (y el se divertía cuando nos lo señalaba) que “Confiamos el manuscrito a la crítica roedora de los ratones…” porque en realidad el objetivo era ponerse de acuerdo con Federico. A partir de ahí se desataba un debate sobre que pasaba con los textos cuyos padres los habían abandonado, textos huérfanos, homeless de la literatura científico – social.

Al Japo le gustaba poner en cuestión nuestras jóvenes, soberbias e ingenuas certezas. Nuestro básico materialismo de manual (Marta Harnecker, librito del que no se por que recuerdo el recuadro celeste que estaba bajo la ilustración de la fábrica en la edición de siglo XXI) se veía destrozado por el sentido común parsoniano con el que el Japo nos ponía irónicamente a prueba. Obviamente, si alguno saltaba defendiendo el funcionalismo de Parsons, el Japo lo enfrentaba con severas, sólidas y perpicaces reflexiones de materialismo dialéctico (o histórico, según el caso). En un bar del centro de Posadas solía discutír con Alejandro Gonzalez Labale (del cual nunca supimos si era consciente del carácter de representación de la situación) sobre diversos temas de actualidad, levantando la voz, en una suerte de perfomace o intervención callejera, que pasaba a llamar la atención de los clientes de otras mesas o de la gente que pasaba por ahí. Deconstruyendo lo que se naturalizaba en el discurso, en el sentido común, en el sentido –aún más - común del mundo de las ciencias sociales. Con el Japo supe de Gramsci, de Foucault, y de la escuela de Frankfurt, pero supe también que había que salir de los claustros (nada mas cerrado que…) universitarios y pelearla con médicos, psiquiatras, instituciones, radios y televisión. Había un mentalista, un adivinador, que por esas cuestiones que parecen suceder sólo en Posadas tenía un programa en la tele local (aunque después tuvo su espacio en un canal de la televisión nacional), y el Japo por supuesto, iba al programa, a decir lo suyo. Recuerdo que el personaje lo miraba como para cortar la charla, el Japo bajaba la vista y seguía hablando, del tema que fuera. Ya se, meterse en el barro no es cosa de académicos, pero si de sabios.

Cuenta la historia – que cuento porque ahí estaba yo- que era docente en algún momento de dos materias de la carrera: “Teoría Social 2” y “Antropología Social Argentina”. La primera trataba sobre el pensamiento social posterior a Marx, Weber y Durkheim. La segunda no estaba tan claro, pero suponíamos que se trataba de rastrear el pensamiento de las ciencias sociales en la Argentina. El Japo comienza su clase de Antropología Social Argentina y empieza a hablar, así, sin libro, ni apunte en el cual recostarse, como siempre hacía. Que Althuser, que esto y lo otro, no se, que los aparatos ideológicos de estado, Heléne estrangulada y las once tesis sobre Feuerbach colgadas frente al escritorio de Louis, cuando alguien, lo interrumpe y le dice: “Profesor, esto no es Teoría Social 2, es Antropología Social Argentina”. “Ah! Bueno – dijo el Japo, y siguió, como si nada, hablando de Lugones, Leopoldo - padre del torturador- que vino a Misiones, y así.

Después dejé de frecuentar las aulas, los pasillos y el murito que estaba frente a la Facultad de Humanidades (que fue inexplicablemente – o no, diría el Japo – destruido). La última imagen que tengo de el, fue en el Parque Paraguayo, en las hamacas donde el había llevado a su hija y yo la mía. No nos vimos en una clase, en una conferencia o en un congreso del mundo académico. No hubo libros que el comentara o regalara. Hablamos de bueyes perdidos, de cómo estábamos, de cómo se sentía (había pasado ya por algunos sustos), mientras mirábamos de reojo a nuestras hijas que jugaban en diferentes lugares del parque. La paternidad nos había puesto en otro lugar y ahí, otros placeres, además de la lectura, nos encandilaban.

A pesar del tiempo, de las absurdas y tajantes decisiones sobre mi vida en la academia, el Japo supo ponerse por encima de aulas, libros y clases. Mucho después valoré su forma de enseñanza que se escabullía de disciplinas y pps. Me enseñó a pensar, a cuestionar lo que pensaba, a no creer ni siquiera en mi, a saber que siempre hay otra explicación posible y que por ahí, al mundo hay que transformarlo, pero antes - sería bueno - tratar de interpretarlo.

Cafe Azar
Posadas, últimos días de diciembre de 2009. -