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DESPEDIDAS

Situaciones que a veces se quieren definitivas, y otras que lo son, las despedidas pueden ser vistas como una puesta en escena, un subrayado, un agregado de hojaldre discursivo y gestual a una separación, a una premeditada ausencia, al final de un amor. Pequeñas representaciones, suerte de temas pop de duración limitada con su letra, su música, su puente y con algunos estribillos repetitivos y pegadizos. Puede ser una cita, previamente estipulada, o el paso por una puerta en donde de golpe las palabras (y los gestos) encontraron la contundencia del adiós. Se suele decir, muchas veces, - y tantas otras uno lo ha escuchado - que “nunca mas nos volveremos a ver” o, contrariamente, “quiero estar siempre cerca tuyo”. Ni lo uno, ni lo otro dependerá de lo que se diga, sabemos, el pasado es relato y el futuro arbitrio a ser relatado después. Cada palabra, y cada gesto, toma su sentido en las postrimerías, cuando la historia ha de ser contada, cuando se ordenan la secuencias, cuando se edita el material, en la mesa de montaje. Hay – sin embargo - una despedida sin retorno y es la de la muerte. Un par de canciones (tal vez alguna más), y un obituario serán las excusas para escribir sobre las despedidas.

Corría el año 1956, en la argentina gorila de la llamada revolución libertadora, cuando el poeta, escritor y compañero Cátulo Castillo (autor - entre otros títulos de la canción popular - de La última curda, Desencuentro, Silbando, Caserón de tejas, Tinta roja y la Marcha del Sindicato de Luz y Fuerza) publicaba El último café con música de Héctor Stamponi. Ya la desesperanza y el desencuentro con la fe tiñeron sus letras de oscuro pesimismo, de nostalgia por lo que ya no es; en donde la palabra último - o última – se hizo recurrente, referente, telón que se cierra sobre el corazón. En ese tango, Castillo, describe una despedida. La evocación de un atardecer otoñal, la garúa, el café y la voz que vuelve una y otra vez para decir: “lo nuestro terminó…” El tango va mas allá, todavía, y habla de la muerte, de verse morir ante la impiedad de la otra persona. Mide (y esa es la palabra: medir) la vanidad para comprender de esa manera lo arbitrario de la soledad. El sinsentido del mundo expresado en un adiós.

El último café
Música: Héctor Stamponi
Letra: Cátulo Castillo

Llega tu recuerdo en torbellino,
vuelve en el otoño a atardecer
miro la garúa, y mientras miro,
gira la cuchara de café.

Del último café
que tus labios con frío,
pidieron esa vez
con la voz de un suspiro.

Recuerdo tu desdén,
te evoco sin razón,
te escucho sin que estés.
"Lo nuestro terminó",
dijiste en un adiós
de azúcar y de hiel...

¡Lo mismo que el café,
que el amor, que el olvido!
Que el vértigo final
de un rencor sin porqué...

Y allí, con tu impiedad,
me ví morir de pie,
medí tu vanidad
y entonces comprendí mi soledad
sin para qué...

Llovía y te ofrecí, ¡el último café!


Relato de una evocación, El último café, nos cuenta una despedida de la cual ha pasado, ya, un tiempo. Despedida que pone en evidencia que lo mejor era decirse adiós (“…te evoco sin razón…”) y que sin embargo vuelve a ser narrada. Si bien no hay una mención explícita al género salvo algunos detalles ambiguos la canción bien podría ser cantada por un hombre o por una mujer. La música, (suponiendo que esta pudiera adjetivarse corriendo los lógicos riesgos de la traducción) es teatral, vertiginosa y en espiral.

De José Alfredo Jiménez, dicen que silbaba sus canciones para que los músicos las pudieran tocar, que tuvo amores imposibles y otros tantos que dieron cierto. Una de sus primeras composiciones, en los inicios de la década de 50 fue Ella. También en primera persona relata una despedida, el final de un amor. A diferencia del tango, en el tema de José Alfredo Jiménez el autor habla de sí, del ruego, del llanto, de lo inexorable del fin a pesar del gesto de piedad ante tanta expresión de desamparo. En este caso es un hombre que le canta a una mujer, o una mujer a otra mujer, pero es inevitable, ya en el título, con el uso del pronombre correspondiente a la tercera persona singular femenino: ella. Igual que en el tango una voz dice que llegó el final, que la vida se hunde “…en un abismo profundo y negro…” Acá no hay café, hay tequila y mariachis de testigos.


Ella
(José Alfredo Jiménez)

Me cansé de rogarle,
me cansé de decirle
que yo por ella
de pena muero.

Ya no quiso escucharme
si sus labios se abrieron
fue pa' decirme
ya no te quiero.

Yo sentí que mi vida
se perdía en un abismo
profundo y negro
como mi suerte.

Quise hallar el olvido
al estilo jalisco
pero aquellos mariachis
y aquel tequila
me hicieron llorar.

Me cansé de rogarle
con el llanto en los ojos
alcé mi copa
y brindé con ella.

No podía despreciarme
era el último brindis
de un bohemio
con una reina.

Los mariachis callaron
de mi mano sin fuerzas
cayó mi copa
sin darme cuenta.

Ella quiso quedarse
cuando vio mi tristeza
pero ya estaba escrito
que aquella noche
perdiera su amor.


Despedidas de amor profundo, qué solo las canciones pueden contar en esa pequeña síntesis de palabras y de música. Vericuetos y situaciones de la educación sentimental que pueden cantarse y contarse a viva voz como si la historia fuera propia. También lo es, sin dudas. La cuestión es que tanto en una como en otra canción el punto de vista es el del que será, o es, despedido. Es aquel que no prevé, o no espera escuchar “lo nuestro terminó” o “ya no te quiero”. Mientras que en el tango ella – o el- son inexorables en la decisión, mostrándose con frialdad y contundencia, en la ranchera ella es una reina, que incluso hace el gesto de contener al tipo – o tipa – en plena explosión emocional, pero es el destino, que como todos los destinos ya está escrito, el que determina la despedida.

Pero, escribía al comienzo, existe una despedida sin retorno, que es la que acompaña a quien se ha ido “hasta el mundo de las sombras absolutas”; tal cual lo escribe – y lee, y dice – Jacques Derrida en las palabras dedicadas a Louis Althusser durante su funeral. La despedida a los muertos ha sido ha sido – y seguramente es – uno de los grandes tópicos en los relatos etnográficos. Rituales mortuorios que dan significados múltiples a las ausencias que algunas veces se consideran definitivas. Es lo que cuenta Derrida al describir lo insoportable de la ausencia y el silencio, de la falta de palabras o de la sobreabundancia de estas. De cómo muere uno de los mundos que se crearon en la relación con el otro, con la persona querida, con el compañero, el maestro, el contrincante y como, ese lamentarse “egoísta”, “narcisista”, por lo que en uno muere ante la partida del otro. Mundo único, e intransferible, sin réplica posible ni redención.

“Lo que se acaba, lo que Louis se lleva consigo, no es solamente tal o cual cosa que habríamos compartido en un momento dado o en otro, en un lugar u otro. es el mundo mismo, un determinado origen del mundo, el suyo sin duda pero también el del mundo en el que yo he vivido, en el que hemos vivido una historia única, irrepetible en cualquier caso y que habrá podido tener diferentes sentidos para cada uno de nosotros, como el sentido que tuvo para él también pudo ser diferente; éste es un mundo que para nosotros es el mundo, el único mundo, que se precipita a un abismo del que ninguna memoria —incluso si conservamos, como conservamos, la memoria— podrá salvarle.”


Sin embargo, en la despedida, lo único que se puede poner en palabras es ese mundo creado con, o a través de, la resonancia del otro. Hay una historia común, contada –seguramente- de maneras diferentes.

“En el fondo, sé perfectamente que Louis no me puede oír, que sólo me oye dentro de mi, dentro de nosotros (nosotros. que sólo podemos ser nosotros mismos a través de la resonancia en nosotros del otro, también del otro mortal), y me doy cuenta de que en mí su voz insiste para pedirme que no finja que le estoy hablando, y me doy cuenta también que no tengo nada nuevo que decir a los que estáis aquí, precisamente porque estáis aquí.”

¿Para quien, o a quien se dirigen, las palabras dichas en un funeral? Fragmentos de una historia, esbozos de alguna aventura, descripción parcial de un mundo creado en la relación entre dos personas, Derrida habla, en su dolor, en su convencimiento de que ni siquiera tiene sentido decir aquello que los presenten en el funeral ya saben; el habla –decía - para “los que vendrán” y puedan intuir algo de lo que significó el tiempo y el nombre de Louis Althusser.

Del “ya no te quiero” de la canción, al texto de despedida en el funeral del maestro, las palabras - algunas veces con música , otras con el sólo sonido de la voz – intentan traducir las maneras de la ausencia, los fantasmas de la presencia. Aquello que es y no es al mismo tiempo, cenizas, humo del cigarro o del porro, el don de lo inefable.

Café Azar
Posadas, fin de abril de 2010. -

Pensamientos de Café


Está vez debería haber empezado este escrito diciendo como acá y acá "ayer (no) fui a Provisorio” pero lo inesperado hizo que esta entrada se inscriba en la tópica de “las vísperas escriturales” iniciada por Liviana Divaga aquí y continuada por Café en esta otra entrada. Tampoco fui a los siguientes Provisorios por lo que la rutina autoimpuesta de escribir luego de cada miércoles un “ayer fui…” se tornó un tanto aleatoria o discontinuada: Independiente de las suposiciones de mi amigo Azar ha quedado sujeta a circunstancias que no vienen al caso explicar.
Pero si me permiten quisiera referir al Café.
No, de nuevo no a Café Azar. Sino a la derivación que tuvo el nombre de esta bebida africana que los árabes legaron al mundo.
Ocurre que hace un par de miércoles atrás no fui a Provisorio pero oí divertido la charla que tuvieron Café y Miguel con el Tano Fiorio (cada día canta mejor) y la promoción de su Cd cantado a dúo con el Piano de Mauri Peréz.
Al cierre del Programa se escuchó la interpretación que grabaron de “El último Café”, Tango de Cátulo Castillo que habla de una tarde de lluvia en la que el café lo invita a evocar según él, sin razón, a aquella: la del desdén, la del adiós de azúcar y de hiel como el café.

La bebida y su aroma evocan geografías trajinadas y situaciones como la de esa despedida cantada o ciertas rutinas que marcan nuestras vidas como el aroma del café que mi veja me mandaba a comprar cuando pibe en el almacén de la esquina en la avenida Montes Oca, donde lo molían a pedido con una maquinita gris .
Aroma que según como soplaran los aires podía combinarse con la del chocolate de la Fabrica Águila o de la Bagley equidistantes a seis cuadras de mi casa, el centro de aquel universo barrial que los astrónomos de Buenos Aires llamaron Barracas.
Y también ese "último café" dio lugar en este torbellino de recuerdos, a cierta “saudades de estaño”.
No sé si hay otra bebida o alimento que como el café diera, sin modificarse, su nombre a espacios característicos de la sociabilidad urbana. Bebida y local de consumo se confunden en un mismo nombre. Suerte de metonimia de todo lo que en realidad encierra el bar.

Sé que hay un artículo de Philippe Ariés -antaño nos hizo leerlo la Goro en clases de Antropología de las Sociedades Complejas- que refiere al Café, el Coffee dirá el afrancesado, como espacio relevante de la vida moderna.
No pude reencontrarme ahora con este texto pero hasta donde recuerdo mentaba al Café como un espacio de frontera entre lo público y lo privado, entre el universo masculino y el familiar. Lugar asociado a ciertos vicios viriles en el que antiguamente no era bien vista la permanencia de las mujeres reputadas como honorables. Local peligroso para la cándida inocencia de los chiquilines que aspiraban a sentarse en sus mesas milagrosas.
Pero sí pude recontrarme hace poco, una bella tarde, con el que para mis recuerdos infantiles es El Café: “El pensamiento” o “el Pensa” como abreviaban los vecinos al nombrarlo.
Todavía está ahí en la ochava de Montes de Oca y Brandsen: con su barra, con su mosaico cuadriculado, con su mueble para colgar las copas, con una marquesina un poco más novedosa. Sin la separación entre el salón de adelante, dónde se sentaban los muchachos del barrio y el territorio reservado a las familias con su frontera sutilmente trazada por cortinas cuadriculadas en las ventanas y que ya lo transformaban en un mini restaurante.
Nombre en singular y filosófico: “El Pensamiento” encerraba por aquellos años la cifra de la metafísica de arrabal inmersa en nubes de puchos y el tintinar de las cucharas en los pocillos que contenía el café que expendía la enorme y humeante máquina Express o el hielo agitado en vasos de whisky y, el murmullo y las risas o los dichos de un partido de truco.
Generaciones de muchachos de barrio, las del Café y el cigarrillo, los de la vieja guardia y los de la joven, engominados los unos y flequilludos los otros, bandoneón y guitarra electrica convivían en mesas separadas, no sin cruzar algún comentario fulbolero o al pasar de alguna mina frente al convento de Santa Felicitas que como es sabido todavía evoca a la mujer más linda de un Buenos Aires de tiempos más lejanos aún.
Estar en “el Pensa” con mis hermanos mayores y sus amigos era un secreto orgullo para aquel niño que fui. Pero esa íntima satisfacción concluía cuando una orden emanada a media cuadra, en la 26, nos conminaba a los menores a barrer un calabozo hasta que viniera mi viejo (le tocaba a él porque éramos de los pocos que teníamos teléfono y cierta comprensión paterna) quien se hacía cargo de los hijos propios y de los ajenos con amable discresión.
Esa humillación policial quizás en mi necrológica figure como lo más próximo a un período azul. Todo poeta moderno que se precie tuvo el suyo.
Al mío... lo inspiró “El pensamiento”.

Hernán Cazzaniga