La noche que la remera de los redondos me salvo…de que…Todavía no lo pude averiguar.
La verdad, no pretendo con este relato profundizaciones teóricas acerca de la envidia hacia el “falo” propuesta por el señor Freud, ni otras insondables exploraciones sobre mi psiquis, mí pasado, presente y futuro, ni simposios internacionales sobre el ser mujer hoy, ni análisis semióticos sobre la cartografía femenina, ni la observación lingüística sobre las palabras seleccionadas en este paradigma sintagmático. Solo deseo contar, narrar, relatar, mencionar, chusmear, referir  por vicio. Si señores y señoras (sino me corre el gremio) puro vicio, a lo Arlt sin tanto adorno. Tengo algo para decir y lo digo. Después igual habrá letrados, (pesados) que le buscarán la quinta pata a lo dicho/no dicho y demás cuestiones narrativas y a fines…y otras no tanto.
Bueno aquí la (s) historia (s):
Desde los 16 años aproximadamente adquirí el hábito de recorrer las calles y eventos que la nocturnidad habilite. Mi gran mentor fue mi tío, casi hermano diría yo, con quien nos separa la brecha de 2190 días aprox. (seis años para los aburridos). Dicho tío me inició en los recorridos noctámbulos, así también me enseño a beber, y técnicas para no ir baño. Como lo oyen y no sean envidiosos/as “técnicas para no ir al baño”. Pues, ustedes imaginarán una piba de 16 con diez vagos amigos de mi tío, quienes a la hora de ir al baño no tenían problemas en ayudar al crecimiento de las flores marchitas de las plazoletas, a los arbustos de las casas de familia. Asimismo, colaboraban oportunamente con la limpieza semi-parcial de alguna escalera o galería, o humedecían sabiamente algún neumático resquebrajado por el asfalto mortal.
Como se figurarán, yo mujer, no gozaba de las mismas condiciones naturales, y por ende, mi tío me enseño técnicas de resistencia, porque ni loco me llevaba a pasear si cada rato molestaba con eso de ir al baño. O si, uno de sus amigos, que también a esas alturas eran mis amigos, iba a hacer la famosa y popular “campana” conmigo…Si, claro. Están haciendo “campana”.Les recontra-creo. Eso era certificado de defunción inmediata, para el sujeto solidario y para quien suscribe. Incluso en pensamiento. Por ende, yo ávida de aventuras nocturnas, aprendí a aguantarme nomás.
Y así pasaron los años, y me gane la admiración de amigas por el “aguante”, y me comía las filas y filas en los baños, no por mi sino por mis compatriotas femeninas. Ya que no querían ir solas, e incluso hice de campana  a compinchas que ante el apuro utilizaban los baños varoniles, los cuales estaban vacíos siempre.
En fin, casi diez años después de mis inicios de vagancia. Casi me da un paro cardíaco, cuando en el momento en que estaba haciendo el aguante a una amiga en una larga fila mujeril, vi la misma cantidad de sujetos masculinos haciendo fila para ir al baño, de hombres. Si, como lo escribo gente: HOMBRES QUE IBAN A ORINAR AL BAÑO. Y no solo a mirar mujeres, sino a realizar sus necesidades al baño. Tantos pibes no podían estar mal del estómago de repente ¿no? (Eso también lo pensé)
Dios, mis años de vida pasaron ante mis ojos como una película (eso que te pasa cuando vas a morir o te da un “patatum mental”, viste) y no me aguante, me había tomado un jugo natural de apio y manzanas verdes (que tiene que ver nose) y le dije al último representante de los cromosomas XY de la fila:
-Ah, bue…estamos viviendo un momento histórico, único en la vida. He aquí los muchachos haciendo fila para ir al baño. -Y con cara de pesada pecosa, esa la única que tengo añadí: -No te lo puedo creer.
Mi amiga me miro con ojos grandes y seguro pensó: - sonamos le agarro el ataque de ironía, el mismo que en la comisaría la otra vez. (Otra historia esta)
El chico/sujeto/muchacho, (estaba bueno ahora que lo pienso, ehhh digo, digo) me miró como quien mira a un bicho raro, sonrió y dijo:
-         Y bueno…queremos ir al baño.
-         Ajá.-le dije- y ¿por qué no se van afuera? Una vendida de humo que los vagos hagan fila para ir al baño, qué país generoso…- Si ya se nada tenía que ver la última frase, pero como esta de moda…
-         Y bueno, vos también estás haciendo fila, nena. Nose cual es tu problema.
-         Y yo no aguante. Muchos años de “técnicas”, para que el pibe me tome el pelo y le vocifere: -La cuestión, el problema, el dilema es que vos tenés “pichirulito”, si yo tuviera uno, en la perra vida pisaba un baño público.¿Con qué necesidad vienen al baño ustedes? ( a veces soy tan pesada) .
-         Y bueno…Si  “sos nena”, bancatela .O cómprate un aparatito electrónico y vas a poder hacer como los nenes.-Y me pone cara de superado.
-         ¿Aparatito? – cara de sacada total- Yo no necesito ningún aparatito. Me parece que vos deberías reflexionar tu acto de ir al baño.- Cuidado no te vayas a sentar en el inodoro, viste.- y en tono apocalíptico agregué: - Ya en la otra vida me voy a vengar…
Risas de los espectadores. Porque a esa altura éramos dos payasos.
 Mientras, le llego el “turno” al sujeto. Iba a entrar, pego media vuelta, le cedió al próximo su turno, sonrió y me dijo: -Sabes Flaca, me caíste bien. Nada personal. (Qué paradoja) Por tu remera. Te salvaste por ser ricotera. (De que, todavía no me quedo muy en claro). Y se fue quien sabe adonde. Tal vez si algún arbolito hablará sabríamos el final. Digo, no.
                                                                                                                                 C.N

Bye Román


Y hubo un momento en que el gran ilusionista, el mago de las maravillas se cansó. Dijo: no va más. Y el espectáculo, la poesía que de sus pies se derramaba en los campos de juego desapareció. Cansado de los discursos que tratan de ponerle precio a la ilusión, de la economía política de los que desconfían de amagues, piruetas y combas y de aquellos que repetimos sin saber las largas letanías de que tal o cual son conflictivos (como si no supiéramos que acusar de conflictivo a alguien es para señalar al que no acepta los órdenes del poder).
Teatral, dramático, demiurgo al fin, dejo que todos sus pares pasaran. Algunos lo miraron como se mira a quien se va, otros - cabeza baja – siguieron en fila india. Antes del utilero, el presidente (contador el) cruzo su mirada con un gesto de impotencia. Y ahí fue, después de toda esa procesión, que el mago habló. Y sus palabras enmudecieron a millones. No fue tanto lo que decía sino cómo lo decía. Era una despedida. Frases de ocasión que apenas cubrían el dolor y la desolación.
Ya no lo veremos en plenitud, feliz, jugando a jugar como cada vez que entraba a la cancha. Sabemos que hay momentos de luz, y momentos de sombras. Y que hay tipos que en un sólo pase, en apenas dos o tres movimientos, encienden las luces que hacen de este mundo un lugar menos árido y oscuro. Son poetas, artistas, frikis, ilusionistas, gente sin molde, que un día, deciden irse fora do mundo. Renunciantes que ponen en evidencia las patéticas formas del poder, las arbitrarias estructuras de la comodidad y los delgados y frágiles hilos que sostienen el orden establecido. A la manera de William Blake, de Fiedrich Nietzche, del propio Rimbaud, y – ¿porque no? -  de D10s; como Edward Scissorhands, el artista dijo adiós.
(Quise decir) Román, no te olvidaré!

Café Azar
Posadas, primeros días de julio de 2012. -

Badía, la radio y los tiempos que cambian


De Juan Alberto Badía recuerdo su voz en la radio aquellas  noches de adolescencia vital y confundida. Tiempos de dictadura, de sentir el peso de que algo no podía siquiera ser mencionado, y que la muerte y el dolor rondaban en las calles que caminábamos o recorríamos en bicicleta. “Bailando sobre la sangre de los demás”, escribió algunos años después  Andrés Calamaro. Tiempos de colegio secundario, de extrañamiento. Algo cambiaba en mi forma de ver, de verme y ver a los demás. De entender que había caminos –aunque todavía impensados – que nos separarían, desconociéndonos. Melodías y armonías, cada vez más extrañas entre sí, configuraban otros mundos desde donde nos despedíamos de lo que fuimos, de lo que nos unía y de lo que imaginábamos ser.
No puedo pensar mi adolescencia, mis años de secundaria, sin el uniforme del colegio, la serie Kung Fu, las rateadas a la costanera del Rio de la Plata, los asaltos en que nos colábamos para ir a bailar, el temblor y el deseo de sentir el cuerpo y la respiración de la chica que me gustaba en ese temeroso acercamiento que significaban los lentos, los vinilos, que escuchábamos religiosamente (aparecen en una suerte de feed back las tapas de los discos de Yes, Genésis, Supertramp y Pastoral - En el hospicio -), y la voz de Juan Alberto Badía – a la noche - en la radio, que escuchaba en volumen bajo para no despertar a mis hermanas que dormían en la pieza contigua.
Había allí, en esas voces, en la voz de Juan Alberto,  una puerta hacia otro lugar, distinto, otra música que me llevaba a sentir algo parecido a lo que ahora podría definir, sin mucho entusiasmo, como libertad (demasiada palabra, me parece). Pero así era, o al menos así siento que se sentía.  Escuchar Almendra, The Beatles, The Animals, Aquelarre, La máquina de hacer pájaros fue para mí como descubrir el pasaporte a cierto estado de felicidad y de placer. Y el tipo que conducía ese programa con el nombre de una marca de zapatillas (Imagináte Flecha Juventud, se llamaba) era Juan Alberto Badía. Lo acompañaba Graciela Mancuso. Sus voces eran las que abrían esas puertas de la percepción.  De ahí que el nombre, la voz, y la música que proponía Badía (en radio, después en televisión) quedaron íntimamente ligados a una parte de mí que indefectiblemente comenzaba a disolverse. Como en la película del director mexicano cuyo nombre no me acuerdo y en donde cada personaje interpreta el paisaje según su estado de ánimo, la evocación de esa radio prendida a la noche – las inflexiones, el decir de Juan Alberto Badía - forma parte del paisaje de esa adolescencia en donde el descubrimiento, el absurdo y el ridículo son sólo reflejos apenas capturados por estas palabras.

La casa de los pescados


La casa de los pescados

Reparé por primera vez en esas construcciones cuando las ví desde  un avión que salió de aeroparque haciendo su arco habitual sobre el río, girando al norte. Saliendo del agua como si fueran las torres de una fortaleza sumergida, tres casetas circulares, macizas y de ubicación, en apariencia, aleatoria, unas más cerca y otras más lejos de la costa. Ninguna línea recta  unía  a las tres.

Surgiendo del río marrón, las torretas sugieren un origen antiguo y se me ocurrieron torres del oro del Guadalquivir.

El taxista tenía ese aspecto de mueble del vehículo, que algunos conductores porteños exhiben, no diré con con orgullo, pero sí con la solidez que los mundos densos en sí mismos tienen.

No hablamos hasta que acercándonos a Aeroparque, de sur a norte,  vi el primero de los torreones desde la ventanilla. Le pregunté al taxista. Él se despabiló a un mundo colorido e infantil de recuerdos y me dijo lo siguiente:

Ah! ahí íbamos a nadar cuando éramos chicos. O sea ahí mismo no, sino que íbamos nadando. No hasta este, sino el está más cerca de la costa, que se ve allá al fondo. Ahí enfrente hay unos escalones y de ahí nos tirábamos. A veces llegábamos hasta este que está más lejos. Bah! yo no llegaba, pero mis hermanos que eran más grandes sí. Mi Papá decía que esas eran las casas de los pescados. Que cuando llega la noche, los pescados se van a dormir ahí. Después dejamos de ir. Nunca más fuimos. Le llamábamos los escalones nosotros, ahí adonde íbamos a tirarnos. Después no fuimos más.

Se hizo un silencio. El taxista comenzó un giro en u que nos llevaría a la dársena de pasajeros del aeropuerto. Antes mismo de estacionar y como queriendo aprovechar el último segundo del viaje, se replicó: Para mí quedo eso, que es la casa de los pescados. Para mi  es la casa de los pescados.

Me ayudó a bajar la valija. Nos despedimos.

Desmemoria, despedida

A Carmen, mi vieja 
que me legó el don del decir.


Cómo un equilibrista improvisado - y muchas veces obstinadamente torpe - trata de hacer pie en estructuras flotantes de sentido. Se afirma en palabras, en frases, de resbalosa sonoridad que vuelven una y otra vez como ecos distorsionados. "A ver...", "¡Bueno!", "¡Qué lástima!" y el sostenido y reiterado "¡vamos!". Por ahí sonríe, pícara, cuando sabe que la palabra dicha no es lo que pensaba decir. Perdida en laberintos con retazos de memoria, highlights que intenta apresar con la desesperación de quien sabe que su ser se disgrega en palabras cada vez más raras ("acá estoy, extraña" me dijo cuando llegué a verla). 
Ella con su sonrisa y su conversación alimentó lo que serían mis primeros cuentos, las redacciones escolares, las largas cartas (todavía en papel y letra algo legible) que desde Posadas escribía a lejanos amores, seductoras amigas y a ella - y a mi viejo - contándoles confusos sentimientos generados por el exilio subtropical. Parte de esto que escribo, que escribí y de lo que posiblemente escriba está ineludiblemente ligado a su palabra. 
Quiero recordarla ahora en ese lugar que a veces me abrumaba, otras extrañaba y muchas veces sentía como una suerte de puentes levadizos que no nos permitían acercarnos un poco más, al lugar del abrazo y la caricia. Palabras que abrían caminos pero que que también los cerraban. Aún hoy, me pierdo en los espejos cruzados de las palabras, en esta guarida mística donde quedo a salvo de los vértigos del amor. Sin embargo algo mueve a la caricia, a la mano agarrada, al contacto sin palabras, al beso en la frente. Sin nada que decir, ni siquiera el adiós de una despedida.
En estos días, después de pelear con los sentidos y el decir, ella duerme. Por ahí se despierta, abre los ojos, murmura algo. Después vuelve a dormir. Y así, hasta que deje de hacerlo.

Cafe Azar
Baires, fin de marzo de 2012