Maradona, Cooke y el hecho maldito


Héctor Timerman publicó en su muro, en facebook, un mensaje que había recibido en twiter: “Maradona es el hecho maldito del país Olé”. Esa frase derivó en una serie de comentarios que de maneras más o menos elaboradas convalidaban, o mejor, manifestaban su adhesión a D10s. Por supuesto, también adherí a tales expresiones. Hace tiempo ya que la figura de Diego genera amores y odios, idolatrías y desprecios, usos y abusos. Sin embargo, permítanme interpretar la figura de Maradona en el marco de una dicotomía clasificatoria que fuera brillantemente expresada por Domingo Faustino Sarmiento en el Facundo: Civilización y Barbarie. A la manera de un ordenador ideológico, la historia política argentina pareciera dirimirse entre estos dos polos. A veces cruda y explícita, otra arropada en finos textos y sutiles adjetivos, esta dicotomía se ha extendido y propagado por los lugares más impensados de la vida social y cultural del país.
En los noventa, con el auge del neoliberalismo, y hace unos pocos años, en el debate sobre las retenciones a la patria sojera y – fundamentalmente - sobre el interés público y el privado se actualizaron muchas de las categorías subsidiarias de aquella matriz que marcó el terreno de la discusión ideológica en la Argentina. Del lado de la civilización, uno puede identificar fácilmente, el país agroexportador, la democracia burguesa, la moral moderna atada a fines y medios del individuo, la razón, la racionalidad que promueve el capital. Por el lado de la barbarie nos encontramos con culturas locales, economías regionales, liderazgos carismáticos y cierto carácter inaprensible – o mejor, ingobernable – para las lógicas que desde el orden económico y político mundial se propone como racional.
El peronismo ha sido visto desde sus inicios como formando parte de la barbarie política argentina. Su indiscutible compromiso con la mejora de las condiciones de vida de los sectores más postergados – sobre todo en los primeros años, aquellos en los que se hablaba de la patria de la felicidad -, su difícil alineamiento en las corrientes políticas clásicas heredadas del patrón europeo de derechas e izquierdas, la fundación y consolidación de un lenguaje político que prefiguraría el universo semántico de los movimientos sociales y populares hicieron del peronismo lo que John William Cooke definió como “el hecho maldito del país burgués”. Brillante identificación de un movimiento en cuyo seno se expresaban las contradicciones y luchas de la sociedad argentina, pero que – hacia los sectores del modelo conservador, agroexportador y alineado con el orden internacional – se presentaba como irracional, imprevisible y, por supuesto, bárbaro. Con el peronismo aparecieron, se actualizaron, los adjetivos que la matriz dicotómica de Sarmiento generó en las diversas luchas en donde lo que estaba en discusión era el modelo de país.
Sin embargo, en lo cotidiano, en los medios de comunicación y quizás muy alejados de aquellas instancias fundacionales o liminares, se pueden escuchar muchas categorías sucedáneas de aquella vieja matriz. Suerte de derivados conceptuales, clasificatorios y denotativos en donde la ideología construye estereotipos que dan sentido a las diversas – y contradictorias – posiciones de los sujetos en el orden social.
La aparición de Maradona en el campo de los ídolos populares generó toda una serie de interpretaciones, apropiaciones y discusiones en donde lo que estaba en juego, y lo que se ponía (y se pone) en juego va mas allá de un debate sobre las condiciones sobresalientes de un jugador de fútbol. El relato – los relatos – que conforman la historia de Maradona dan cuenta más de quienes, o desde donde, se escribe que de la propia autobiografía que pudiera contar el Diego. Como una suerte proliferación de hermeneúticas interpretativas que van haciendo, cada una a su manera, un retrato siempre distinto del barrilete cósmico, del cebollita, del fuera de la ley, del drogón, del padre de familia, del declarante compulsivo, del que dice verdades, en fin, de D10s.
Y, obviamente, cuando Maradona se hizo cargo como dt de la selección nacional, volvieron a aparecer las categorías que intentaban ubicarlo, a la manera de una suerte de control simbólico, en el lugar de aquel que está ocupando un lugar que no le corresponde: por origen de clase, por no corresponder al modelo de deportista sano y familiar, por hablar de más, por festejar desaforadamente la clasificación de argentina al mundial. Sobre todo el periodismo deportivo hizo hincapié en estas aseveraciones. Esto tuvo su punto culminante –su respuesta acorde - con la famosa frase: “(Perdón a las damas.) Pero… ¡que me la chupen!” Otra vez Maradona del lado de la barbarie. Otra vez, y a pesar de intento de cooptación permanente de los sectores de poder (que también imponen el buen decir), Maradona hacía una gambeta endiablada que los dejaba fuera de juego. Otra vez Maradona escapando de lo institucional, de lo burocratizado, del orden. Y si, a pesar del traje (elogiado a troche moche por los mismos periodistas que lo criticaban por no trabajar) con que se presentó en el primer partido del mundial, Maradona es el hecho maldito del país Olé.
Por último permítanme una pequeña reflexión sobre la buena voluntad y su proyección. Hay quienes que, con buenas intenciones (al menos con intenciones que comparto en el plano político), creen que han hecho, en este último tiempo un Maradona que coincide con nuestras humildes y maltrechas certezas. Y por supuesto que me agrada ver a Maradona al lado de Evo Morales, Chávez o Estela Carlotto. No dudo, tampoco, de su honestidad. Como tampoco dudé cuando se acercó a Menem, aunque no lo digiriera. Pero creo que, como en la cancha (como jugador y ahora como técnico) hay que dejarlo jugar. Y su carácter revelador, de glorias y miserias, seguirá poniéndonos de cara a los espejos que supimos conseguir. Casi, diría en mi desconfiado ateismo, como un dios.

Café Azar
Posadas, Misiones
Junio mundialista de 2010
Este post tambien ha sido publicado en: http://mundoredondo17.blogspot.com/

Es una mañana en la que la música suena como en Tom y Jerry, cuando a Tom le va bien. Mi cabeza, como una carcaza maltratada, solo pide reposo en la profundidad tranquila del mar. Todo indica que el sujeto, desacostumbrado a los desbordes de las copas, las risas, las horas, solo está destinado en esta roja jornada, a lamentar con su latimosa existencia la fulgurante noche que el jolgorio le propinara.

Todo en él se arrastra buscando coherencia. Todo es fragmento. La trémula flecha de la brújula ondula, sin carcasa, en la cuneta, al ritmo de una corriente incomprensible y veloz.

Pero el Mate!
Oh! Mate!

Coo un druida exquisito y discreto, deja fluir sus verdes jugos por las grietas de la roca en que se ha convertido la noche anterior. Su magia, portando la paciencia de los saberes antiguos reflejados en acciones cotidianas, transforma el granito en piedra filosofal. Después del tercer o cuarto mate, la vida vuelve a parecer posible. A medio termo, el alma está dispuesta a reiniciar tareas. Si bien es cierto, el cuerpo aún no la acompaña. Pero he ahí la naturaleza del brevaje: su efecto solo en apariencia en la materia anida. Su verdadero despegue, la flor de su pequeña y milagrosa primavera, retoña en el alma. Esa parte de nosotros, que cargábamos inconscientes, como si fuera un niño en alguna parte de la espalda, revive.

Si la vista, aún perezosa de enfoques nítidos, solo puede lidiar con horizontes tan vagos como lejanos, ya comienza el alma asociada al mate, a pergeñar asados, fuegos, chamameces, ensaladas de papas y otras ensaladas que seguramente, evocadas por manos femeninas, surgirán con ese espíritu pret-a-porter que tienen las ensaladas domingueras.

Quién sino el domingo nos dará terreno para caminar descerebrada y lentamente hasta el fondo del patio, en un ejercicio de relax solo posible en este otro fondo, el de la semana. En este "fond de semain". Y allí, tentados de naturaleza y temerosos de juicio, quizás sucumbir y finalmente descargar la urgencia urinaria sobre el verdor crecido y las maderas negras de humedad.

Volver adelante y reencontrar el mate. Ya con ánimo y voluntad restablecidos. Mucho antes de que se acabe el primer térmo, la persona recobra las riendas de su vida. Desde el inmenso mar primigenio de la resaca, con la aceleración creciente de los tragos, que amorosos labios de la bombilla ganan, fue reconstituido el mundo por el demiurgo verde y compañero.

Algo del sur II


Detrás de las jarillas asoma el casco de un alemán agazapado, el trámite es sencillo, abrirse en pinza, por la derecha el sargento con el soldado Kaje y por este lado el teniente y Little John.
Las balas salen literalmente escupidas y barren al pobre sin darle tiempo a darse vuelta. El alemán, es decir “Chichito”, se limpia los mocos que se caen solos por el frío, con la manga sucia del pullóver ; le pasa al sargento la metra hecha con parte del respaldo de una cama vieja y dice “la próxima, soy sargento” y se sacude las rodillas del Far West, parchado.
Chichito algunas horas antes, a pesar del pelo pajizo de galès de “galenzo” , había sido un apache vencido por el séptimo regimiento es decir los otros cuatro. La cuestión pudo haber comenzado a las diez de la mañana después del mate cocido o del café, cuando Cesar silbaba en el portón, con Pancho acompañándolo gomera al cuello, camino a lo de Fabián y Chichito que vivía al lado. Chichito era en realidad Agel Ellis, hijo de Michael Ellis y Elluned Humprheys, galeses nietos de galeses. El campo de batalla, Arizona o la canchita era la inmensidad pedregosa. Después del arroyo es decir a cien metros de las casas, solo había desierto, todo el resto de la patagonia para jugar. Un patio infinito y helado. Juego salvaje, nueve años, frío y ninguna mujer.



Algunas expediciones, se dedicaron a la cacería de dragones o cocodrilos, según se encontraran lagartijas o “matuastos” unos lagartos espinudos y bravos que según los mayores podían matar a un caballo. Con suerte una araña pollito podía completar la hazaña de la jornada. Las armas eran poderosas ramas de libustro afiladas en la punta, o tablas de cajón de manzana.
Si la expedición era por la vías viejas del tren, las mismas tablas se transformaban en espadas romanas, o los tallos de girasoles secos se convertían en floretes, y sables de mosquetero con hediondos cubremanos fabricados a partir de los envases vacíos de lavandina.

En alguna ocasión sir Charles Darwin llamó a estas pampas “tierra maldita”. Pocos años después los británicos de segunda expulsados por la reina Victoria poblaron los valles del Chubut.
Simplemente vivieron allí al lado los tehuelches. Así en el barrio, vivía un bisnieto del cacique Sayhueque, y un descendiente de Yanquetruz, los Ellis, los Puig, Los Smith, Los Cayún, y los Catrileo. Tehuelches, Manzaneros, Mapuches, Galeses, norteños de toda laya y nosotros. Todos en la misma canchita interminable, en el medio del frío que suelta las mocos y amorata las manos.



A los paisajes hay que aprender a aprenderlos, lentamente se van convirtiendo, como quiere el viejo Atahualpa, en un silbo, en una demorada manera de andar por el mundo. La escarcha se instala definitivamente en los pies y en las asentaderas, y uno camina como si todavía estuviera allí, saltando matas, cazando lagartijas, robando manzanas o medias para hacer una pelota.
Como propone Liviana puede que esa tierra que para Bruce Chatwin era un misterio, sea un lugar al que nunca se termina de llegar, puede también ser un vasto desierto, revelado en siestas sucesivas. Rico y hermoso en su parquedad, espinoso y áspero siempre. Conocido como alguna piel iniciática, adivinado y sorprendente. Caminar kilómetros sin hablar, sentarse a mirar el valle desde las lomas, esconderse de los remolinos, o ir a buscar la pelota mil metros porque se llevó el viento, son marcas que arman el cuero. Si uno quiere, es paisaje que anda, puede entonces que esa infancia- tierra, se quede con uno para siempre, que la mirada sea tan árida como las estepas, que el caminar repita la inclinación propia de luchar contra el viento con los ojos entornados, o que el silencio sea un forma de llenar el espacio, claro siempre hay que saber y hay que querer hacerlo, así también esa meseta sea un lugar del cual uno nunca termine de despedirse.

Miguel

Variaciones infinitas 5.

Algo del sur.


Naranja tajante de una luz diurna que se abre camino entre el cielo, la llovizna y el mar Argentino. Ya son las 8 de la mañana en la ruta a Caleta Olivia (Santa Cruz) y la anchura nos circunda. Estuvimos en esos días trabajando en alfabetización con los docentes, invitados por el gremio provincial ADOSAC. En las horas de tareas y mates, los tonos de los colegas, la cadencia de sus decires nos dejaban saber que provenían de distintos territorios arraigados en memorias y voces (acentos rioplatenses, cuyanos, litoraleños). En parte, eso es el sur, estar muy lejos de algún lado, venir de parajes alejados. Los lugareños se dicen NIC, “nacidos y criados” y son los menos en el conjunto. Nos cuentan que el viento es el dueño del lugar; sus intensidades comandan la escasa vida al aire libre de que disfrutan. Viento frío, remolinos que atraviesan la inmensidad terrenal y marina. En esos días de mayo ya había nevado cerca y el aire nocturno nos coronaba la cabeza; dicen que hay mañanitas en las que, si te descuidás, se te escarche el pelo. Los colegas dirigentes que nos llevan hacia el aeropuerto más cercano, a 200 y pico de kilómetros, en Comodoro Rivadavia (Chubut) manejan frecuentemente en esa ruta; los piquetes no son sorpresas, más bien son la medida de su tiempo en tránsito. Suerte o paciencia, hay que andar con esas reservas en el sur, donde reina el viento.


Traspasa el sol toda humedad, gana altura y las nubes atenúan su resplador sureño. Fuera de este foco, muy atrás, quedaron los tanques inmensos de YPF. Los diarios anunciaban que los ypefeístas jubilados preparaban una ocupación sorpresiva del lugar para protestar por las deudas de la petrolera. El predio está fuertemente cercado debido a estas tomas, pero aseguran que lo burlarán una vez más. En la foto, un cartel. "Están esperando que nos muramos?". Seguimos camino al aeropueto más cercano, Comodoro Rivadavia (Chubut), y los colegas nos muestran el acampe sigiloso, agazapado, de un posible piquete. Esta vez eran los obreros de la construcción en un cruce de caminos. Estaban en espera al borde de la ruta despejada aún, pero ellos podían encontrar cambiada la cosa al volver. Esperar, aguantar, moverse, estrategemas que van marcando los surcos del sur.

 La luz devela otros contornos de colores,  y el mar llega arremangado y manso a la costa. Nadie se baña nunca en esas aguas, ni el más atrevido en verano. Sí hay deportes acuáticos motorizados, poca pesca, mucha caminata y perder la mirada en la extensión. Unas horas antes, en esa misma costa pero en su franja urbana, la costanera de la ciudad, conocí a Jenifer (cinco años, más o menos) y su hermano mayor, de diez, supongo. Estábamos armando el mate al sol del domingo frente a unos juegos infantiles; la gente había salido a disfrutar la benevolencia de la tarde. La pequeña se acercó decidida a ver qué tomábamos; su hermano mencionó que él sabía bien la diferencia entre yerba mate y coca. Con la dulzura de su español andino nos dieron charla sin tapujos hasta que decidieron ir a los juegos. Él se trepó ágil a una hamaca voladora, y me dijo, desde allá: "Señora, la puede columpiar a la Jenifer?". Lo hice y la niña disfrutaba a más no poder del vaivén. En eso llegaron a ocupar las hamacas libres unas rosadas criaturas con su mamá. Como Jenifer vio que la más pequeña no podía sola, corrió entusiasmada a ayudarla. Una escaramuza solidaria para iniciar contacto y proponer juegos, seguramente. Pero todo se volvió silencio humano y lejanía; las rosaditas se apartaron almidonadas y abandonaron la arena sin siquiera hablar. La perpleja inocencia de Jenifer se hizo inmensa, como el horizonte, pero por suerte su hermano estaba atento, notó la humillación callada y corrió a rescatarla, devolviéndola a su hamaca. La corta atención infantil hizo lo suyo, olvidaron lo pasado y las hamacas eran otra vez risas y pedido: "Señora, la columpia otra vez? "



En el ángulo inferior izquierdo se ve una de las cuevas míticas de la costa caleteña; nos cuentan que algunos todavía las exploran, casi en broma, buscando tesoros o restos arqueológicos. Lo más que consiguen es salir a tiempo, sin tener que ser rescatados, cuando el agua sube y sube, trampeando a los que no advierten el ritmo marino. Aunque hay un arcaico letrero que anuncia LOBERÍAS, los que sobrevivieron a aquellas salvajes matanzas tampoco están más. Se fueron para salvar el pellejo, mientras a lo lejos vemos venir las hileras sin fin de camiones que proveen a la población de lo necesario para vivir al sur.



El día se había dado así, encapotado nomás. Y con ese contraste al fin me dí cuenta que estaba frente a la famosa meseta patagónica. Ahora sin ñanduces ni pumas. Ni planicie ni cordillera, se encrespa caprichosa y desciende verticalmente; tierra de tajos, ascensos entrecortados, bruscas bajadas a una costa tocada suavemente por el mar Argentino. De todos los tipos de terrenos, éste era el que más se me confundía en las clases del secundario. Y era así nomás, la meseta patagónica es arisca; lo fue a mi imaginación adolescente, lo es para una cámara fotográfica que no sabe bien dónde poner los encuadres.
Los amigos santacruceños nos cuentan que a la noche, lejos, se ven las luces de los buques factorías que chupan sin fin los cardúmenes de truchas, atunes, camarones, merluzas. Los pescadores reprochan tamaña desproporción con la captura artesanal. Y en las honduras de la plataforma se sigue taladrando y drenando crudo.
Arisca, esta meseta sureña. Una deja atrás el sur sin atenuante porque queda su espacio inmeno en la lejanía, y cuando se está allí, parece que nunca se acaba de llegar.
Sugestiones del sur, artilugios del viento.