La casa de los pescados


La casa de los pescados

Reparé por primera vez en esas construcciones cuando las ví desde  un avión que salió de aeroparque haciendo su arco habitual sobre el río, girando al norte. Saliendo del agua como si fueran las torres de una fortaleza sumergida, tres casetas circulares, macizas y de ubicación, en apariencia, aleatoria, unas más cerca y otras más lejos de la costa. Ninguna línea recta  unía  a las tres.

Surgiendo del río marrón, las torretas sugieren un origen antiguo y se me ocurrieron torres del oro del Guadalquivir.

El taxista tenía ese aspecto de mueble del vehículo, que algunos conductores porteños exhiben, no diré con con orgullo, pero sí con la solidez que los mundos densos en sí mismos tienen.

No hablamos hasta que acercándonos a Aeroparque, de sur a norte,  vi el primero de los torreones desde la ventanilla. Le pregunté al taxista. Él se despabiló a un mundo colorido e infantil de recuerdos y me dijo lo siguiente:

Ah! ahí íbamos a nadar cuando éramos chicos. O sea ahí mismo no, sino que íbamos nadando. No hasta este, sino el está más cerca de la costa, que se ve allá al fondo. Ahí enfrente hay unos escalones y de ahí nos tirábamos. A veces llegábamos hasta este que está más lejos. Bah! yo no llegaba, pero mis hermanos que eran más grandes sí. Mi Papá decía que esas eran las casas de los pescados. Que cuando llega la noche, los pescados se van a dormir ahí. Después dejamos de ir. Nunca más fuimos. Le llamábamos los escalones nosotros, ahí adonde íbamos a tirarnos. Después no fuimos más.

Se hizo un silencio. El taxista comenzó un giro en u que nos llevaría a la dársena de pasajeros del aeropuerto. Antes mismo de estacionar y como queriendo aprovechar el último segundo del viaje, se replicó: Para mí quedo eso, que es la casa de los pescados. Para mi  es la casa de los pescados.

Me ayudó a bajar la valija. Nos despedimos.