Badía, la radio y los tiempos que cambian
17:45 Unknown
Chín, chín!
22:08 Unknown
Este fin de año y en los otros tantos finales y comienzos!
Sobre la discreción de las rosas
23:40 Unknown
Néstor
11:37 Unknown
DAMIÁN
17:08 Unknown
Nos Vemos
La parada (Sobre la muestra "Por el momento" de Daniela Pasquet)
11:49 Unknown
Nada más lejano de la letra manuscrita, de la cinta de empaquetar, del soporte en papel de quien sabe cuantos miligramos, que la fotografía digital. Aunque, si quisiéramos atar sentidos, la efímera materialidad de los mensajes en papel, de los avisos, de ciertas breves y fulminantes declaraciones bien podrían homologarse en esas imágenes etéreas, virtuales, hechas de brillos y contrastes sin otro soporte que la luminosidad que cubre la pantalla de un monitor pasibles de desaparecer sin siquiera dejar cenizas. Pero las fotos (digitales), enmarcadas y sostenidas en cintas de empaquetar están impresas en papel.
Paisajes en blanco y negro, escala de grises para ser más precisos (si es que se puede ser preciso en esta arbitraria e insolente interpretación). Rutas misioneras y correntinas, el asfalto y el paisaje de árboles homologados en el gris y diferenciados en las múltiples y diversas combinaciones de claroscuros. Y allí, casi siempre en el centro, las paradas. Pequeños refugios de la espera que a veces ni siquiera protegen del sol o la lluvia. A veces como simple referencia para el que se va, o para el que llega. Y las fotos iluminan photoshopeadas en colores cálidos ese no-lugar, subrayando su presencia, su lugar de referencia, su punto de tránsito.
Las casillas están vacías, no hay nadie ahí. No hay mujeres con niños y bolsos esperando, no hay hombres con ropa de trabajo, no se ven guardapolvos, ni ropa de salida. Alguna bolsa que el viento dejó paradógicamente en alguna parada. En las fotos, o ya se fueron, o todavía no llegaron. Daniela Pasquet supo encontrar - supo capturar - el paisaje del momento que todavía no es. No hay ni restos, ni huellas, ni percepciones anticipatorias. Ni el ómnibus, ni quien se fue en el, o tal vez llegó, ni siquiera esa sutileza que suele ser el delay de las despedidas. Las casillas fueron rescatadas de su destino de ser olvido, de ser lugar de paso, para ser el centro de una muestra de fotos. Vale la pena detenerse y observar – reconocer o descubrir - la mirada de la autora sobre los lugares del no estar. La parada que, detenida en el tiempo, fue cazada con un disparo preciso y expuesta en el museo, sostenida con cinta de empaquetar.
Posadas, mediados de septiembre del 2010
Las mujeres que se arreglan el cabello mientras caminan, la mirada de Nana y nuestras modestas estrellas particulares (Berretín)
16:05 Unknown
de ese amor tan carnal
ni es pecado mortal
es locura,
es sentir:
un capricho apasionado
o un castigo que me han dado
o es nomás,
un obstinado berretín.
BERRETÍN
Hace unos días, como suele hacerlo con la delicadeza y sensibilidad que la caracterizan, Irupé Tentorio, compartió en facebook un fragmento de la película Vivre sa vie (Vivir su vida) de Jean Luc Godard (1962). En los diez minutos que dura el extracto se puede ver un diálogo entre Nana (Anna Karina) y un filósofo (Brice Parain haciendo – tal vez – de si mismo). Allí se habla de la relación entre pensamiento y palabras. Como no podía ser de otra manera es casi un monólogo del filósofo sobre los mundos creados a través de las palabras con breves interrupciones mayéuticas por parte de Nana. Sin embargo, permítanme decir, creo que lo más significativo, lo que más provoca al espectador, lo que establece un punto de partida disruptivo no está dicho en palabras, no está explícitamente hablado, sino que se resume en una mirada. Mientras el filósofo despliega palabras sobre palabras (sobre el pensar y el decir), Nana mira a la cámara. Mira – fijamente – a quien está mirando la escena en la pantalla. Por un instante nos descubre mirándola, viéndola escuchar el habla que parece perderse en ese momento. No hay palabras ahí, no hay decir, sólo una mirada profunda que pareciera estar mas allá de lo que semántica y sintácticamente se escucha hablar. Y, debo decirlo, la mirada de Nana enamora. Y es entonces que el sentido se hace difuso y cada palabra se esfuma detrás de los ojos de Nana, y ya nada importa, si las palabras son pensamientos o estos palabras y si pensar, como Athos, sólo lleva a la muerte. Quizás sea la alegoría más precisa del deseo (ecos lejanos de significantes vacíos), aunque – como toda metáfora – no del todo exacta.
El 6 de diciembre de 1919, en el número 1105 de Caras y caretas, Horacio Quiroga publicaba –bajo el subtítulo de “Variedades” – una bella e inteligente reflexión sobre el encantamiento que generaban las estrellas de cine. Se preguntaba, el escritor que supo poner en evidencia la tontuela vanidad de los flamencos, la deriva sin fin de un cuerpo envenenado o la lógica pura, inocente y trágica de los degollamientos, que hacía que nuestro corazón quedara en vilo ante la aparición de las bellas actrices del cine. “¿Por qué, pues, la profunda ola de amor por las estrellas mudas en que se ahoga y continúa ahogándose el alma masculina de las salas de cine?”(Horacio Quiroga: Arte y lenguaje del cine; Losada, 199643/44). En la interpretación del escritor el secreto está en el tiempo: mientras que las mujeres que nos encandilan en lo cotidiano brillan fugazmente ante nuestra mirada (“porque la hermosa chica que toma el tranvía se lleva con ella el tiempo que hubiéramos necesitado para adorarla”); las estrellas de cine se nos presentan en la pantalla desplegando su seducción durante la duración del filme (“Ni un rincón de su alma nos queda oculto”). Ahora, plantea Quiroga, si la belleza fugaz que cruza ante nosotros en las calles por las cuales transitamos distraídos pudiera ser contemplada (“vidrio de por medio”) durante unos cuarenta y cinco minutos nos daríamos cuenta que ejercería sobre nosotros la misma arrobadora sensación que las más reconocidas estrellas del universo cinematográfico. Y así podríamos: “dejar dichosamente quemar nuestra alma, ala por ala, ante los celestes ojos de modestas estrellas particulares.”
Palabras escritas (las de este texto al menos) que refieren a miradas indecibles, a momentos de goce que atraviesan el lenguaje poniendo en evidencia sus límites. Cuando comencé a escribir sobre estas miradas, la de Nana en la película de Godard, la de Quiroga sobre las estrellas del cine mudo y las fugaces bellezas del encuentro cotididiano; pensé en donde mi corazón se estremecía perdiéndose por un instante del pensar ordenado o confuso del día a día. Cual era el momento en que se diluían las preocupaciones laborales, los rollos amorosos y afectivos, los campos minados del mundo en que vivo. Ese instante, esa mirada que capta y se pierde, ese goce de lo bello que – en un tiempo diferente – me deslumbra y enamora, es cuando veo una mujer que caminando se arregla el pelo. Y es ahí, como ahora, que me quedo sin palabras.
Gestos
17:32 Unknown
Texto: Café Azar
¿Era todo?, pregunté
(soy un iluso)
No nos dimos nada más
Sólo un buen gesto.
Esa estrella era mi lujo (Solari/Beillinson)
Metonímicos, o metafóricos los gestos son una puerta de entrada a sentidos que todavía están por construirse en su inveterada precariedad. Como intuiciones fugaces, suerte de efímeros brillos que cuando uno termina de percibir ya dejaron de estar, abandonando si, su presencia en la ausencia. Imposibles de no ser vistos, aunque también son imposibles de retener, de apresar, de dominar. Sutiles modos de sugerir, los gestos, suelen disparar - en su incompletitud semántica – infinitas lecturas posibles, ambiguas expectativas y sentidos inesperados.
También es una cuestión de tiempo y espacio aunque, bien podríamos decir, se trata de repensar tanto la temporalidad como la espacialidad. A ver: el gesto se realiza en la medida en que es percibido. Puede ser (entre otras cosas) una mirada, un movimiento de manos, una posición del cuerpo e, inclusive – aunque tradicionalmente se expulse la palabra del ámbito de lo gestual – un decir lo suficientemente breve y ubicuo como un guiño, una oración, un libro, una escultura, un edificio. Ahora es importante, diría ineludible, que el gesto sea percibido por otra u otras personas. Esto, que parece – y seguramente es – obvio - , significa que el sentido (aunque precario y resbaloso) se realiza en relación.
Además está, como decía, la cuestión del tiempo: existe como un ajuste temporal determinado por la percepción entre lo que se produce y lo que se percibe para ser – después – interpretado. Es el instante en que se cruzan las miradas, se observa el movimiento, se distingue la palabra, su fraseo o su entonación, se lee la frase o el texto en cuestión. Ahora, ese instante puede ser diferido, digo, entre la expresión y su percepción no hay necesariamente contemporaneidad. La interpretación, intrínsecamente provisoria como es, parte del momento en que se capta la expresión que quiere ser gesto hasta –quien sabe - mucho (infinitamente) tiempo después. Lo del espacio conlleva otras complicaciones. Uno estaría tentado en reivindicar el cara a cara pero son tantas las formas, los medios y los espacios posibles en que se establecen las relaciones que la misma idea de presencia aparece cuestionada. Un gesto puede realizarse a través de un mensaje de texto, por ejemplo. Una casona en Asunción o una canción como “Jamás te podré olvidar” de Chaloy Jara bien pueden ser vistos como claros ejemplos en la genealogía de los gestos.
Pero quiero volver a pensar en el gesto como puerta abierta a otras tantas puertas abiertas o cerradas. Mundos apenas diseñados que caben en un drop. Dulce o amarga espera que extrae sentido tras sentido de apenas una gota de expresión. Quizás – fantasmagórica lectora o lector - este breve texto sólo sea eso, apenas un buen gesto si usted así lo interpreta. Nada más. Es todo.
Invierno de 2010, -
DESPEDIDAS
19:51 Unknown
Corría el año 1956, en la argentina gorila de la llamada revolución libertadora, cuando el poeta, escritor y compañero Cátulo Castillo (autor - entre otros títulos de la canción popular - de La última curda, Desencuentro, Silbando, Caserón de tejas, Tinta roja y la Marcha del Sindicato de Luz y Fuerza) publicaba El último café con música de Héctor Stamponi. Ya la desesperanza y el desencuentro con la fe tiñeron sus letras de oscuro pesimismo, de nostalgia por lo que ya no es; en donde la palabra último - o última – se hizo recurrente, referente, telón que se cierra sobre el corazón. En ese tango, Castillo, describe una despedida. La evocación de un atardecer otoñal, la garúa, el café y la voz que vuelve una y otra vez para decir: “lo nuestro terminó…” El tango va mas allá, todavía, y habla de la muerte, de verse morir ante la impiedad de la otra persona. Mide (y esa es la palabra: medir) la vanidad para comprender de esa manera lo arbitrario de la soledad. El sinsentido del mundo expresado en un adiós.
Música: Héctor Stamponi
Letra: Cátulo Castillo
Llega tu recuerdo en torbellino,
vuelve en el otoño a atardecer
miro la garúa, y mientras miro,
gira la cuchara de café.
Del último café
que tus labios con frío,
pidieron esa vez
con la voz de un suspiro.
Recuerdo tu desdén,
te evoco sin razón,
te escucho sin que estés.
"Lo nuestro terminó",
dijiste en un adiós
de azúcar y de hiel...
¡Lo mismo que el café,
que el amor, que el olvido!
Que el vértigo final
de un rencor sin porqué...
Y allí, con tu impiedad,
me ví morir de pie,
medí tu vanidad
y entonces comprendí mi soledad
sin para qué...
Llovía y te ofrecí, ¡el último café!
Relato de una evocación, El último café, nos cuenta una despedida de la cual ha pasado, ya, un tiempo. Despedida que pone en evidencia que lo mejor era decirse adiós (“…te evoco sin razón…”) y que sin embargo vuelve a ser narrada. Si bien no hay una mención explícita al género salvo algunos detalles ambiguos la canción bien podría ser cantada por un hombre o por una mujer. La música, (suponiendo que esta pudiera adjetivarse corriendo los lógicos riesgos de la traducción) es teatral, vertiginosa y en espiral.
De José Alfredo Jiménez, dicen que silbaba sus canciones para que los músicos las pudieran tocar, que tuvo amores imposibles y otros tantos que dieron cierto. Una de sus primeras composiciones, en los inicios de la década de 50 fue Ella. También en primera persona relata una despedida, el final de un amor. A diferencia del tango, en el tema de José Alfredo Jiménez el autor habla de sí, del ruego, del llanto, de lo inexorable del fin a pesar del gesto de piedad ante tanta expresión de desamparo. En este caso es un hombre que le canta a una mujer, o una mujer a otra mujer, pero es inevitable, ya en el título, con el uso del pronombre correspondiente a la tercera persona singular femenino: ella. Igual que en el tango una voz dice que llegó el final, que la vida se hunde “…en un abismo profundo y negro…” Acá no hay café, hay tequila y mariachis de testigos.
(José Alfredo Jiménez)
Me cansé de rogarle,
me cansé de decirle
que yo por ella
de pena muero.
Ya no quiso escucharme
si sus labios se abrieron
fue pa' decirme
ya no te quiero.
Yo sentí que mi vida
se perdía en un abismo
profundo y negro
como mi suerte.
Quise hallar el olvido
al estilo jalisco
pero aquellos mariachis
y aquel tequila
me hicieron llorar.
Me cansé de rogarle
con el llanto en los ojos
alcé mi copa
y brindé con ella.
No podía despreciarme
era el último brindis
de un bohemio
con una reina.
Los mariachis callaron
de mi mano sin fuerzas
cayó mi copa
sin darme cuenta.
Ella quiso quedarse
cuando vio mi tristeza
pero ya estaba escrito
que aquella noche
perdiera su amor.
Despedidas de amor profundo, qué solo las canciones pueden contar en esa pequeña síntesis de palabras y de música. Vericuetos y situaciones de la educación sentimental que pueden cantarse y contarse a viva voz como si la historia fuera propia. También lo es, sin dudas. La cuestión es que tanto en una como en otra canción el punto de vista es el del que será, o es, despedido. Es aquel que no prevé, o no espera escuchar “lo nuestro terminó” o “ya no te quiero”. Mientras que en el tango ella – o el- son inexorables en la decisión, mostrándose con frialdad y contundencia, en la ranchera ella es una reina, que incluso hace el gesto de contener al tipo – o tipa – en plena explosión emocional, pero es el destino, que como todos los destinos ya está escrito, el que determina la despedida.
Pero, escribía al comienzo, existe una despedida sin retorno, que es la que acompaña a quien se ha ido “hasta el mundo de las sombras absolutas”; tal cual lo escribe – y lee, y dice – Jacques Derrida en las palabras dedicadas a Louis Althusser durante su funeral. La despedida a los muertos ha sido ha sido – y seguramente es – uno de los grandes tópicos en los relatos etnográficos. Rituales mortuorios que dan significados múltiples a las ausencias que algunas veces se consideran definitivas. Es lo que cuenta Derrida al describir lo insoportable de la ausencia y el silencio, de la falta de palabras o de la sobreabundancia de estas. De cómo muere uno de los mundos que se crearon en la relación con el otro, con la persona querida, con el compañero, el maestro, el contrincante y como, ese lamentarse “egoísta”, “narcisista”, por lo que en uno muere ante la partida del otro. Mundo único, e intransferible, sin réplica posible ni redención.
“Lo que se acaba, lo que Louis se lleva consigo, no es solamente tal o cual cosa que habríamos compartido en un momento dado o en otro, en un lugar u otro. es el mundo mismo, un determinado origen del mundo, el suyo sin duda pero también el del mundo en el que yo he vivido, en el que hemos vivido una historia única, irrepetible en cualquier caso y que habrá podido tener diferentes sentidos para cada uno de nosotros, como el sentido que tuvo para él también pudo ser diferente; éste es un mundo que para nosotros es el mundo, el único mundo, que se precipita a un abismo del que ninguna memoria —incluso si conservamos, como conservamos, la memoria— podrá salvarle.”
Sin embargo, en la despedida, lo único que se puede poner en palabras es ese mundo creado con, o a través de, la resonancia del otro. Hay una historia común, contada –seguramente- de maneras diferentes.
“En el fondo, sé perfectamente que Louis no me puede oír, que sólo me oye dentro de mi, dentro de nosotros (nosotros. que sólo podemos ser nosotros mismos a través de la resonancia en nosotros del otro, también del otro mortal), y me doy cuenta de que en mí su voz insiste para pedirme que no finja que le estoy hablando, y me doy cuenta también que no tengo nada nuevo que decir a los que estáis aquí, precisamente porque estáis aquí.”
¿Para quien, o a quien se dirigen, las palabras dichas en un funeral? Fragmentos de una historia, esbozos de alguna aventura, descripción parcial de un mundo creado en la relación entre dos personas, Derrida habla, en su dolor, en su convencimiento de que ni siquiera tiene sentido decir aquello que los presenten en el funeral ya saben; el habla –decía - para “los que vendrán” y puedan intuir algo de lo que significó el tiempo y el nombre de Louis Althusser.
Del “ya no te quiero” de la canción, al texto de despedida en el funeral del maestro, las palabras - algunas veces con música , otras con el sólo sonido de la voz – intentan traducir las maneras de la ausencia, los fantasmas de la presencia. Aquello que es y no es al mismo tiempo, cenizas, humo del cigarro o del porro, el don de lo inefable.
Posadas, fin de abril de 2010. -
El castigo como doxa, sobre La cinta blanca de Michael Haneken
17:51 Unknown

Después de ciertas reescrituras, de eliminar referencias a los momentos de escribir estas líneas (la ceremonia de la entrega de los Oscar, por ejemplo), de algunas dudas académicas, de esperar a que el youtube se estabilice (algunas teorías conspirativas de origen mafaldiano sospechan de la intervención china), de que Hernán Cazzaniga encuentre otro canal, tan o más placentero que la escritura en el blog, para desplegar su líbido, aquí va esta posible lectura de La cinta blanca, de Michael Haneke.
La peli comienza con una voz en off, una persona mayor, advirtiendo que no todos lo hechos a ser relatados pueden ser verdaderos, que hay cosas que sólo han sido escuchadas, y que aún mucho tiempo después, quedaron algunas preguntas sin respuesta. Sugiere - la voz - que tal vez esos sucesos podrían esclarecer los acontecimientos que viviría el país (Alemania) mas adelante. Relato de relatos: la voz en off, el blanco y negro y la duda sobre la veracidad de lo que se va a contar provocan una suerte de distanciamiento que hacen del filme un particular dispositivo crítico.
La sinopsis nos habla de un pueblo al norte de Alemania, entre 1913 y 1914, una comunidad rural en donde el tiempo se mide a través de las estaciones, los momentos de cosecha y los rituales religiosos. Una serie de extraños sucesos rompen la aparente tranquilidad de la vida aldeana poniendo en evidencia la violencia que permanecía oculta en ese bucólico pueblo rural. La voz del maestro del pueblo nos cuenta la historia en donde el pastor religioso, el barón y su familia, el doctor son los referentes de una sociedad jerarquizada de carácter intensamente feudal, patriarcal y autoritaria. Suerte de tipos ideales, los personajes, prefiguran relaciones sociales y culturales imbricadas en las prácticas cotidianas.

Es en ese marco donde Michael Haneke nos invita a profundizar, dejándonos gran parte del trabajo interpretativo a nosotros espectadores, sobre como a través de las prácticas sociales se encarna en los sujetos no sólo la formulación de la norma sino su aplicación práctica. Hace unos años atrás, el sociólogo Pierre Bourdieu, recuperó para el lenguaje de las ciencias sociales la idea de la doxa. La doxa era, en la historia de la filosofía, aquellas opiniones que, indiscutibles, se daban por ciertas. Una primera, y casi primaria, opinión sobre las cosas. Bourdieu la incorpora al esquema conceptual de los campos sociales y el hábitus. Lo que quería interpretar el sociólogo es aquello que en otros teóricos sociales aparecía bajo el nombre de ideología. Es decir, como opera (y, anteriormente, como definimos) las percepciones que de la sociedad y de nuestras relaciones con nosotros y los otros, tenemos. Conceptos como los de “falsa conciencia” – qué según el pícaro comentario de Stuart Hall siempre la tienen los otros -; o de ideología como falsedad concientemente construida; o, anticipando a Bourdieu, como la relación imaginaria (eterna y ahistórica) de los sujetos con la sociedad que desarrolló Louis Althusser. Para Bourdieu el campo social (los campos) son una suerte de estructura de relaciones objetivas en donde la agencia de individuos y grupos luchan (material y simbólicamente) por detentar el poder sobre el capital que dicho campo produce. La doxa son las creencias y prácticas sociales que se dan por naturales en cada campo. Si bien se desconocen sus fundamentaciones, aparecen como adecuadas sus formas de procedencia. El hábitus es la internalización de esas disposiciones y esquemas de percepción que se crean y se reproducen en la práctica cotidiana.
En la cinta blanca, cinta que se pone a los niños para recordarles el carácter puro e inocente que deben tener ante la vida cuando cometen una falta, es el castigo la doxa que atraviesa la vida de la aldea. Castigos físicos, corporales y castigos simbólicos que operan con una crueldad que marcan las vidas de quienes los sufren como una palpable y evidente cicatriz. Diversas formas tiene el castigo de expresarse en la película de Haneke: feudalismo, religión, autoritarismo, hipocresía cubriendo (y creando) un mundo de deseos que se metabolizan en prácticas violentas. La educación de los niños (y de los adultos) es el eje por donde se encarna el poder disciplinador del castigo y su reproducción. No hay aquí castigo basado en la norma racional del derecho (es decir en una de las doxas de la modernidad), sino que el castigo proviene de la tradición, de la religión. Y esa forma, ese esquema de acción práctica, es releído, reinterpretado, en su futura reproducción. Todavía – y esto se explicita hacia el final de la película – no se había escuchado la palabra guerra.

En el blog de la psicoanalista Daniela Aparicio (http://danielaaparicio.wordpress.com/2010/01/25/la-cinta-blanca-de-michael-haneke/) se desarrolla una interesante interpretación ligada a los imperativos “universales” de la (racionales) y los imperativos del goce, y de cómo, en su relación, pueden explicar el rostro sádico de la moral universal. El tema aparece, a mi modo de ver en el pensamiento absoluto y la violencia que se genera en el discurso de la verdad inapelable. Y eso, está en la producción simbólica y en la construcción de sentido que abreva en la lógica de un dios castigador y, bien podría decir, psicopatero.
Se deriva, de la interpretación anterior, una suerte de reflexión moral. Una incómoda reflexión que se aleja de los parámetros bienpensantes de la sociedad moderna. No hay redención, así como tampoco punto final. Sólo es posible pensar, que, en una de las tantas recreaciones o interpretaciones, el mundo pueda cambiar. No parece tan evidente. Como en el corazón de las tinieblas se escucha, se percibe, la voz de Kurtz (el de Conrad, el de Cóppola) diciendo: “El horror, el horror…”
Posadas, 2 de abril de 2010. -
Luna de fin de febrero de 2010
14:00 Unknown
Eternamente, endemientras
9:59 Unknown
Una canción de Tom Jobim y Vinicius de Moraes dispara esta breve reflexión de entre casa. Mas precisamente se trata de una canción, y un poema de Vinicius que se intercala –interviniendo - esa canción. Como una suerte pedagogía del universo sentimental, de las relaciones amorosas, letra, música y poema se entrelazan en un contrapunto que abre ricos y densos significados.
La canción es Eu sei que vou te amar y la primera versión apareció en 1959, en el disco Por toda minha vida. Música Tom Jobím, letra Vinicius de Moraes y la intérprete: Lenita Bruno mas una orquesta dirigida por su marido Leo Peracchi. Eran los comienzos de la bossa nova y, así como el disco de Elizabeth Cardozo en donde ya aparecía la batida de Joao Gilberto y la primera versión de Chega de saudade considerada pieza fundacional del movimiento estético y musical, la grabación de Lenita Bruno traía – en la voz de la cantante y en los arreglos orquestales - ecos de sonidos líricos y jazzeros prefigurando mucho de lo que después se conocería bajo el nombre de MPB.
Esta es la letra de la canción:
Eu sei que vou te amar
(Vinicius de Moraes / Antonio Carlos Jobim)
Eu sei que vou te amar
Por toda a minha vida, eu vou te amar
Em cada despedida, eu vou te amar
Desesperadamente
Eu sei que vou te amar
E cada verso meu será
Pra te dizer
Que eu sei que vou te amar
Por toda a minha vida
Eu sei que vou chorar
A cada ausência tua, eu vou chorar
Mas cada volta tua há de apagar
O que esta tua ausência me causou
Eu sei que vou sofrer
A eterna desventura de viver
À espera de viver ao lado teu
Por toda a minha vida.
La letra es contundente, La idea del amor es de totalidad, pero también de eternidad. Amar para toda la vida. Algo así como estructural, sin tiempo, cubriendo toda percepción sensorial, ocupándolo todo. No hay nada que el sentimiento amoroso deje afuera. También, de manera inversa, la vida es un vacío, desventura, de no estar con el ser amado. No hay resto que no sea entregado – aún lo que no se tiene – al amor. Es así por toda la vida.
El poema es más antiguo que la canción, o al menos se editó algunos años antes en el libro de Vinicius publicado en 1946 llamado Poemas, sonetos e baladas. Es el primer poema que aparece en esa edición: Soneto de fidelidade. En un disco grabado en vivo –el primero del poeta - en el Teatro Municipal de São Paulo en diciembre de 1965: Poesia e Canção, aparece el soneto en la voz de Suzana Moraes, hija de Vinicius. Sin embargo, en grabaciones posteriores, el poema aparece incluido, como un recitado, en la canción Eu sei que vou te amar (por ejemplo en los famosos recitales de La Fusa en Buenos Aires, en 1970, que Vinicius grabara con Maria Creuza y Toquinho y la dirección musical de Mike Rivas).
Soneto de fidelidade
(Vinicius de Moraes)
De tudo, ao meu amor serei atento
Antes, e com tal zelo, e sempre, e tanto
Que mesmo em face do maior encanto
Dele se encante mais meu pensamento
Quero vivê-lo em cada vão momento
E em seu louvor hei de espalhar meu canto
E rir meu riso e derramar meu pranto
Ao seu pesar ou seu contentamento
E assim quando mais tarde me procure
Quem sabe a morte, angústia de quem vive
Quem sabe a solidão, fim de quem ama
Eu possa lhe dizer do amor (que tive):
Que não seja imortal, posto que é chama
Mas que seja infinito enquanto dure.
Aquí también aparece esa idea del amor tiñendo todo. Sin embargo, hacia el fin del soneto – imagen también de algo que termina - otra idea se deja ver. Cuando la muerte, o la soledad lleguen, el poeta afirma que cada amor – como la vida - es finito, mas sin embargo, son infinitos en su momento. Es decir que se trata de eternidades provisorias, fragmentariedades que se quieren totalidades, e infinitos que sólo pueden serlo por su finitud.
Poema y canción, puestos en diálogo, trazan un panorama, una reflexión sobre lo absoluto y lo provisorio, sobre el fin de los sentimientos y sus instantes de eternidad. Hablan, poema y canción, de la misma experiencia, suerte de dos caras de la misma moneda, lógica complementaria que indica – y muestra – el carácter móvil de certezas y totalidades. Quizás el amor sea inmortal, en cuanto exista la posibilidad de olvido. Si los recuerdos apenas son recortes – palabras de referencias ambiguas -, el olvido hace posible lo eterno y el amar por toda la vida. Jorge Luis Borges, en El Inmortal, escribe, pensando esta eternidad como “…un mundo sin memoria, sin tiempo…” y un lenguaje que “…ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos.” Tal vez el lenguaje de las relaciones amorosas, en sus destellos de eternidad, sea aquel que buscamos comprender y sin saber cómo, algunas pocas veces hablamos.
Café Azar
Posadas, fines de Febrero de 2010. -
¡VIVA PAPPO! / ¡TOCA RAÚL!
10:44 Unknown
Aparte de lo que pasaba en el escenario, de la propuesta del músico de turno, otra puesta en escena era la del público. “¡Se va a acabar, se va acabar, la dictadura militar!” era un clásico apenas se apagaban las luces del estadio (sobre todo a comienzos de los ochenta), el teatro o el club. Algún canto característico con el nombre del grupo o solista. Otro dedicado al que aparecía como adversario en una consolidada expresión dialectica, quizás por que había elegido diferentes caminos estéticos, o no. Pero que claramente era visto como competencia del músico que iba a tocar ahí. También en los festivales que congregaban una variopinta pléyade de grupos, solistas y perfomáticos del escenario rockero aparecían estas expresiones mas ligadas históricamente a la canchas de fútbol. Después el cantito woodstock y, en general, las luces comenzaban a bajar y el grupo a tocar.
En un determinado momento, ante un silencio producido por afinaciones, cambios de instrumentos, o –más trágicamente diría- en alguna secuencia climática de la canción, alguien gritaba a viva voz: “¡Viva Pappo!” Lo paradójico era que esto no pasaba solamente en festivales donde se mezclaban públicos, estéticas e ideologías, sino que también solía suceder en un show en donde el grupo o el solista eran la única atracción. A primera interpretación el significado de ese grito era de descontento, aunque si uno profundizara en la densidad de la expresión también podría interpretarse como un llamado de atención para que el músico o grupo de marras le pusiera un poco mas de sangre a la interpretación. Algo así como el “¡Huevo, huevo!” de las hinchadas.

“Algo ha cambiado,
dentro de mí,
que alucinado,
quiero vivir.”
PAPPO – ALGO HA CAMBIADO
Norberto “Pappo” Napolitano fue quien encarnó de manera mas contundente el rock salvaje de guitarras, rutero, zapador, y guerrero. Metido en los inicios del rock argentino fue parte de una de las últimas versiones de Los Gatos – su sonido mas rockero convendría mencionar- allá por el año 1969. Antes había pasado por las primeras formaciones de Los Abuelos de la Nada, había grabado algo con Carlos Bisso y la Conexión Nº 5 y tocaba como invitado en los shows de Manal, otra de las bandas pioneras del rock. Después vendría el grupo que, a través de sus variadas formaciones, ha sido el que ha dejado grabado gran parte de las canciones que pueden considerarse como centrales en la estética del Carpo: Pappo’s Blues. Rock sucio y desprolijo, pero con actitud y entrega. Eso era lo que la gente reclamaba cuando el “¡Viva Pappo!” se dejaba oir en el medio de los conciertos mas dispares. Todavía no existía la dureza heavy pop de Riff. Todavía no había pasado por la televisión como personaje en una novela. Faltaba mucho para su muerte, en la ruta. El mecánico violero ya era mito y todavía tenía mucho por decir. “Un duro verdadero, el primero de los buenos, de los enredos”, dice Calamaro en una canción que le dedicara.

“Todo homem tem direito
de amar a quem quiser
Todo homem tem direito
de viver como quiser
Todo homem tem direito
de morrer quando quiser.”
RAUL SEIXAS – A LEI
El rock en Brasil, recorrió otros caminos. Quizás por estar a la sombra de la bossa nova, la jóvem guarda, el tropicalismo, y la MPB, no tuvo tantas posibilidades de convertirse en referencia estética fuerte y particular. Igualmente, así como en la Argentina, los años finales de la década del sesenta fueron los tiempos fundacionales de la música rock en el Brasil. El bahianoRaúl Seixas fue uno de esos pioneros. Deslumbrado por Elvis Presley y Luiz Gonzaga se transformó en uno de los voceros de una nueva propuesta estética apoyada en la cultura rock. Pero además, su historia fue crossover de la vida sudaka. Fue perseguido y torturado – junto a su parceiro Paulo Coelho (si, el mismo) compositor de las letras – por la dictadura militar brasileña que miraba con malos ojos la idea de fundar una comunidad libertaria en Minas Gerais bajo el influjo de las ideas de Alistair Crowley. Su música censurada, sus conciertos cancelados, sus discos sacados de circulación. Con una poética de fuertes contenidos místicos, pero intervenida con saberes populares contundentes Raulzito se transformó en un mito de la música popular en el Brasil estableciendo sus propios parámetros estéticos y musicales. Su muerte en 1989 marcó el fin de un sendero en donde la poesía extrema, el alcohol, la magia de ciertos pactos, y la rebeldía fueron sus
paisajes más recurrentes. Y la alegría confrontando, como dice Caetano – autocrítico - en Rock´n Raúl, “…minha ironía e bem maior do que essa porcaría”.
En los recitales, en Brasil, cuando un silencio se produce, por cambio de instrumentos o afinaciones, o – más trágicamente- en alguna secuencia climática de la canción, un grito atraviesa y alerta al o a los músicos. “¡Toca Raúl!” grito que marca, que señala, que exige más actitud. Grito que se reconoce en Raulzito como emblema de disconformidad, de independencia, de honestidad brutal.
Pappo y Raúl Seixas – cada uno a su manera - encarnaron el lado más combativo del rock. Su cosa sucia y desprolija que pone en evidencia las caras y caretas de las sociedades que les tocaron vivir. Su rebeldía no fue políticamente correcta. Es la incorrección de quienes desnudan al rey, pero también, señalan a aquellos que dicen vestirlo y a aquellos que quieren ocupar su lugar. Son los guerreros del rock primal, del grito originario, de la basura que se quiere esconder bajo la alfombra. El Carpo y Raulzito –y los gritos que en los recitales los convocan – nos recuerdan que el rock no es sólo música.
DESTERRO
22:22 Unknown
Huérfanos de patria los desterrados son aquellos que viraron hombres de ningún lugar. Parias del terruño, extranjeros de por vida, ajenos a los órdenes y sus dispositivos. Hay quien los piensa nostálgicos de su tierra, de su gente y su cultura. Para ellos está Nossa Senhora do Desterro. La virgen que los cuida de las propias saudades, de las nostalgias que tiñen la vida del desterrado y los ayuda a ser comprendidos por los habitantes de las nuevas tierras. En Italia, la misma imagen es la de
Desterro fue el nombre con el que durante un tiempo se identificó a
En algunos documentos, y durante mucho tiempo, el nombre que aparece en las cartas de viaje portuguesas y españolas, es el de Ilha de Santa Catarina. Dicen que cuando el sanvicentino Francisco Dias Velho, en 1675 llegó a la isla se conmemoraba el día de la santa. Sin embargo, el funcionario de la corona portuguesa la fundó (a la manera del adelantado Don Rodrigo Diaz de Carreras que fundó Cartagena que ya había sido fundada) - junto a su familia y “agregados” (tal cual lo consigna el folleto turístico de bienvenida) - como Nossa Senhora do Desterro. La virgen que para salvar a su hijo de los decretazos de Herodes, se exilia en Egipto. Virgen muy venerada por sanvicentinos y portugueses.
Dice una oración: “Nossa Senhora do Desterro, acompanhai-nos na travessia do deserto da vida, até alcançarmos o Oásis eterno, o céu.” Una dura metáfora de la vida como un no lugar del cual - para irnos - tendríamos que morir. Vivir para morir. Curiosa inversión que hace de nuestras pasiones, alegrías y tristezas terrenales un desierto, un destierro, cuyo fin es en el menos terrenal de los mundos en que quisiéramos habitar, aún de los más fantásticos y simbólicos.
Perdón. Vuelvo a las cuestiones nominales. Más ese nombre con el tiempo derivó en Desterro, simplemente. Eso de ser el lugar de los sin lugar (que por algo serán desterrados, dirían en los corrillos de los sectores del poder) no fue del agrado de algunos pobladores de la isla. Se hicieron consultas populares para consensuar el nombre de la isla. Ondina fue uno de los nombres votados. Diosa o ninfa, según de qué mitología se trate, que invariablemente tiene serios problemas de amores (obsesiones no correspondidas) y una fuerte relación con el agua. El mar, en fin. Sin embargo no fue Ondina el nombre que – obviamente- terminó identificando la isla.
Otra vez, otro pequeño laberinto, de cómo el poder se ejerce nominando las cosas. Declarada
La isla es la metáfora más acabada del destierro, sin más límite que el mar que rodea sus costas. Los desterrados, como las brujas, son aquellos que fuera de los límites del grupo se encuentran sin el continente de la patria, nación o, simplemente, el estado. Encarnan lo extraño, lo diferente, y llevan la marca del no formar parte. Casi una expulsión del ser común, de la humanidad y sus sentidos. Florianópolis es un lugar cuya historia está atravesada por desterrados y brujas. Su nombre, el nombre del poder, es el castigo que reciben aquellos que – como ya dijimos- osaron, como el salmón, nadar en otra dirección.