Pequeñas tragedias carnavalescas


Los corsos porteños han sido el ámbito festivo en el que alegres y misteriosas Colombinas sedujeron entre serpentinas a deseosos festejantes, ansiosos de desenmascarar sus bellezas. Pero es sabido que gran parte de su encanto estaba en mantener enigmática la figura embelesante.
En Siga el corso la voz de Gardel se desvive en ruegos que declaran el afán por conocer la belleza oculta.
Este celebre tango de Anselmo Aieta con letra de Francisco García Jiménez nos ofrece una pintura del elusivo y seductor juego de máscaras.







Pero en el contexto carnavalesco el mismo conlleva serios riesgos.
Hay en la narrativa tanguera -porteña literatura de educación sentimental-, en algunas vivencias de los muchachos de barrio melódicamente narradas, un modo trágico de resolver este ansioso cortejo.
Una manera desencantadora de bailar con la verdad.
Aunque aparentemente ganador –el carnaval es la exacerbación de las apariencias- las tragedias, en algnos casos, como se verá ocurren de un modo diferente al sufrido por los pierrots despechados por una Colombina infulada por la cartera de un bacán arlequinado, que comentara en la entrada anterior.

Refieren estas otras historias a aquellos tristes momentos en que el afán de conocer y la ilusión de que, sin máscaras, todo el año siga el carnaval, juega para el lado de la desilusión.
Es el instante en que la voluntad de saber lo que oculta la fantasiosa mascarita, de descubrir la belleza escondida detrás del ilusorio antifaz, nos devuelve la realidad como un pelotazo del Gringo Scota. Es el momento en que, cediendo al insistente ruego del galán deseoso de apreciarla y, tal vez, disfrutar luciéndola entre los amigos, la muchacha descorre el velo y se muestra tal cual es:

La conocí en Puente Alsina, en el corsito del barrio,
yo iba de presidiario y ella de colombina.
Jugamos con serpentina, después con papel picado
y al rato de haber charlado temblando le confesé,
quisiera mirarla a usted, ¡mamá!, sin su antifaz colorado.
Y no, muy fulera no era la mina, claro,
las cuatro hermanas mayores tuvieron que tirarlas ¡mama mía!
Porque se lo habré pedido, casi caí desmayado,
tenía el cuero arrugado, y un ojo lo había perdido,
tenía el labio torcido, le faltaban cinco dientes,
una bocaza sonriente, grandota como un buzón,
la nariz como un morrón, ¡mama mía!, y pelos hasta en la frente.
Se fue acercando mimosa, mientras abría los brazos,
yo, me esquivé del zarpazo y ella seguía cargosa.
Cuando la vi peligrosa le dije en tono galante:
Mañana mi sol brillante,¿dónde te puedo encontrar?
Mañana en el Shangri-lá, soy la mujer elefante, soy.
Ni Drácula, el Hombre Lobo,ni Frankenstein eran nada
yo solté la carcajada y ella explotó como un globo.
Al punto vino el retobo la vi que alzaba la mano,
cerré los ojos y hermano, no sé que pasó después,
estoy en la sala diez del Hospital Italiano.

Si alguna moraleja nos dejan historias como la de la milonga En el corsito de mi barrio compuesta por Abel Aznar con Letra de Reinaldo Yiso y que acá canta Alfredo Piro, es que muchas veces además de ser triste la verdad se agrava por no tener remedio.
En estos casos los manuales de estilo siempre aconsejan simular la sorpresa, mantener la compostura y rehuir la situación con distinguida elegancia… antes de que se desate la fiera.
Hernán Cazzaniga



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