Bar do Arantes, Murakami y el Pantano Blues



“- Las cartas no son más que un trozo de papel. Aunque se quemen,
en el corazón siempre queda lo que tiene que quedar; por más que las guardes,
lo que no debe quedar desaparece.”
Haruki Murakami, Tokio Blues (Norwegian Wood)






En las recomendaciones turísticas, en los panfletos o en la dulce voz de la chica que brinda información en la terminal de Florianópolis, la playa de Pántano do Sul aparece caracterizada por su gastronomía. Así como como Riberao da Ilha es historia y cultura; Barra da Lagoa, ropas y veleros; Joaquina, surf y, Canasvieiras, argentinos; a Pantano le tocó gastronomía. Etiquetas que simplifican lugares, imágenes y olores. Allí, frente al mar, en una pequeña bahía, sobre la playa, uno puede ver una considerable cantidad de bares y restaurantes ofreciendo sus servicios. Una suerte de friso colorido y dispar de logos, mesas, sillas, y luces que – cálidas -, se recortan en los anocheceres.
En una esquina, está ubicado el Bar do Arantes. Se trata de un lugar particular. Uno podría decir que su peixe frito con pirao puede llegar a provocar una experiencia religiosa, casi mística. Sobre todo si uno previamente tomó la cachaça –invitación de la casa – una caipirinha y cerveza. Toda experiencia religiosa requiere del transitar ciertos caminos que abren las puertas de la iluminación. Sin embargo esta nota no trata de éxtasis personales o nirvanas placenteros (o tal vez si). Trata de palabras escritas en papeles que quedan pegados en las paredes y en el techo del Bar de Arantes. La cosa es más o menos así: cada comensal escribe - en unos papelitos comunes sin logos ni publicidad – lo que se le ocurre, ese papel, con ese texto, va a parar a ese mundo de papeles en el que uno se interna al ingresar al lugar.


Cuando, la otra tarde, entré a tomar la cerveza de la reflexión, llevaba conmigo el Tokyo Blues (Norwegian Wood ) de Murakami. Novela que provocó en mí una suerte de extrañamiento poético, la rara sensación de que a través de un procedimiento de tintes metafóricos, como en la construcción de ciertas armonías disonantes, uno se conectara sin saber muy bien como con estados de ánimo, sensibilidades y goces. De la misma manera, que los anuncios turísticos recortan muchas veces casi arbitrariamente la descripción de un lugar, suele pasar lo mismo con las reseñas que uno lee en las contratapas de los libros. Supongo que no es fácil describir las sensaciones que provoca el peixe frito con pirao, así como tampoco es tarea sencilla reseñar una novela de Haruki Murakami. A ver, el problema se presenta al querer decir algo, sin decirlo todo; al crear otro pequeño mundo textual, expresivo, que remita a otra experiencia. Se me hace intraducible aunque en esa fatalidad estén otras nuevas y posibles iluminaciones (ya se, exagero). Todo este divagar porque si uno lee la reseña en la contratapa de Tokio Blues en la edición Maxi Tusquets de 2008 y después lee la novela, salvo la acción inicial y el nombre de los personajes, no se ven, al menos para mí, puntos de coincidencia.
La cuestión es que atardecía y entraba al Arantes con mi libro de Murakami a tomar una cerveza. Sonaba, en el bar, la voz y la guitarra bahiana de Dorival Caymmi. Canciones de versos cortos, precisos y bellos. Saudades de pescadores y de la vida en comunidad. Me senté en una mesa en la cual podía ver de frente el mar. Pedí mi birra y me puse a leer la novela y los papeles con los mensajes que llovían desde el techo. Fue ahí, en ese momento, en que pensé que tenía que escribir esto que estoy escribiendo unos días después escuchando la voz quebrada de Daniel Johnston. Pensé en las cosas que se escriben, en las cartas, en los mensajes, en los garabatos que a veces borronean palabras en servilletas de bares amanecidos. Es como creer que escribir es un arma contra el olvido, un conjuro para la memoria. Infructuosa lucha para evitar las pérdidas, las cosas que ya no están. Ya sabemos: los amores pasados y perdidos, los paisajes vistos, las risas, los llantos, los orgasmos, las personas que nunca volveremos a ver, la infancia, las certezas. En el acto de escribir, a diferencia del decir, asumimos un convenio, un contrato, decimos: “está escrito”. Como si eso fuera posible, como si no hubiera contratos incumplidos, como si no hubiera ficción, al fin de cuentas.

En los papeles del bar se nota el paso del tiempo en algunos de ellos. El color amarillento, la tinta difusa, la textura del desgaste son signos ineludibles de que han sido dejados hace mucho ya en el mar de mensajes que hace del Arantes ese lugar tan especial. Qué “aquí estuve”, que “nunca olvidaré este momento”, que “con mi novia y su amiga por aquí pasamos”, que soy de tal o cual lugar en diversos idiomas y formatos: letras, dibujos y símbolos de códigos sin descifrar. La imagen del bar es como el negativo de aquella otra que nos muestra un mensaje en una botella tirado al mar. Uno deja su mensaje en un océano de mensajes que se pierden en las paredes y el techo del bar que queda frente al mar. Uno, también, sentado y tomando su bebida, conversando con alguien o leyendo Tokio Blues, puede leer - como sin querer - las palabras que naufragan en los papeles e imaginar otras historias.

Al comenzar, tenía la idea de escribir sobre los recuerdos como folletos turísticos o reseñas de contratapa de la memoria pero prefiero finalizar con algo un tanto más esperanzador. O por lo menos más placentero. Y es qué a través de la escritura, una canción se transformó en una poderosa y sensible novela. Y las palabras que tatuaron los papeles escritos en el bar, en una bella metáfora de lo provisorio de las cosas.




















Café Azar
enero del 2010
Pantano do sul, Florianópolis, SC

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Como gasto papeles recordando...
Silvio Rodriguez

Anónimo dijo...

navegar -en frases- e preciso compañeros, aunque sea dentro de un bar o una botella.
Somos fragmentos de discursos, a veces amorosos.

Anónimo dijo...

Parole, parole, parole
bellisimo blog
Mina

Anónimo dijo...

lo que se escribe para vivir vive, lo que se escribe para morir... Boby

Mario Arkus dijo...

Tal vez la "obligatoriedad" de escribir en un lugar así vuelva todavía más provisorio lo que se escribe. De todos modos ¡cuántos provisorios papeles ahí colgados habrán sobrevivido a todavía más provisorias relaciones o situaciones en ellos expresados! Sin pensar en aquellos que superaron las provisorias vidas de sus autores.
No quiero hacerme eco de la sacralización del documento escrito que heredamos del Iluminismo, pero desde ese punto de vista, el Bar do Arante(s) parece que es un monumento a la perennidad de la palabra escrita, aunque también muestra ese carácter provisorio que tiñe todo lo humano. Sobre todo siendo un lugar en el que sería una muy mala idea aquello de "¡quemá esas cartas!".

Anónimo dijo...

Che café en un ciberbar análogo a éste ¿en lugar de papeles se cuelgan las Laptops con mensajes?
Hernán

Anónimo dijo...

pétalos de emociones
María Elena

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