Variaciones infinitas 5.

Algo del sur.


Naranja tajante de una luz diurna que se abre camino entre el cielo, la llovizna y el mar Argentino. Ya son las 8 de la mañana en la ruta a Caleta Olivia (Santa Cruz) y la anchura nos circunda. Estuvimos en esos días trabajando en alfabetización con los docentes, invitados por el gremio provincial ADOSAC. En las horas de tareas y mates, los tonos de los colegas, la cadencia de sus decires nos dejaban saber que provenían de distintos territorios arraigados en memorias y voces (acentos rioplatenses, cuyanos, litoraleños). En parte, eso es el sur, estar muy lejos de algún lado, venir de parajes alejados. Los lugareños se dicen NIC, “nacidos y criados” y son los menos en el conjunto. Nos cuentan que el viento es el dueño del lugar; sus intensidades comandan la escasa vida al aire libre de que disfrutan. Viento frío, remolinos que atraviesan la inmensidad terrenal y marina. En esos días de mayo ya había nevado cerca y el aire nocturno nos coronaba la cabeza; dicen que hay mañanitas en las que, si te descuidás, se te escarche el pelo. Los colegas dirigentes que nos llevan hacia el aeropuerto más cercano, a 200 y pico de kilómetros, en Comodoro Rivadavia (Chubut) manejan frecuentemente en esa ruta; los piquetes no son sorpresas, más bien son la medida de su tiempo en tránsito. Suerte o paciencia, hay que andar con esas reservas en el sur, donde reina el viento.


Traspasa el sol toda humedad, gana altura y las nubes atenúan su resplador sureño. Fuera de este foco, muy atrás, quedaron los tanques inmensos de YPF. Los diarios anunciaban que los ypefeístas jubilados preparaban una ocupación sorpresiva del lugar para protestar por las deudas de la petrolera. El predio está fuertemente cercado debido a estas tomas, pero aseguran que lo burlarán una vez más. En la foto, un cartel. "Están esperando que nos muramos?". Seguimos camino al aeropueto más cercano, Comodoro Rivadavia (Chubut), y los colegas nos muestran el acampe sigiloso, agazapado, de un posible piquete. Esta vez eran los obreros de la construcción en un cruce de caminos. Estaban en espera al borde de la ruta despejada aún, pero ellos podían encontrar cambiada la cosa al volver. Esperar, aguantar, moverse, estrategemas que van marcando los surcos del sur.

 La luz devela otros contornos de colores,  y el mar llega arremangado y manso a la costa. Nadie se baña nunca en esas aguas, ni el más atrevido en verano. Sí hay deportes acuáticos motorizados, poca pesca, mucha caminata y perder la mirada en la extensión. Unas horas antes, en esa misma costa pero en su franja urbana, la costanera de la ciudad, conocí a Jenifer (cinco años, más o menos) y su hermano mayor, de diez, supongo. Estábamos armando el mate al sol del domingo frente a unos juegos infantiles; la gente había salido a disfrutar la benevolencia de la tarde. La pequeña se acercó decidida a ver qué tomábamos; su hermano mencionó que él sabía bien la diferencia entre yerba mate y coca. Con la dulzura de su español andino nos dieron charla sin tapujos hasta que decidieron ir a los juegos. Él se trepó ágil a una hamaca voladora, y me dijo, desde allá: "Señora, la puede columpiar a la Jenifer?". Lo hice y la niña disfrutaba a más no poder del vaivén. En eso llegaron a ocupar las hamacas libres unas rosadas criaturas con su mamá. Como Jenifer vio que la más pequeña no podía sola, corrió entusiasmada a ayudarla. Una escaramuza solidaria para iniciar contacto y proponer juegos, seguramente. Pero todo se volvió silencio humano y lejanía; las rosaditas se apartaron almidonadas y abandonaron la arena sin siquiera hablar. La perpleja inocencia de Jenifer se hizo inmensa, como el horizonte, pero por suerte su hermano estaba atento, notó la humillación callada y corrió a rescatarla, devolviéndola a su hamaca. La corta atención infantil hizo lo suyo, olvidaron lo pasado y las hamacas eran otra vez risas y pedido: "Señora, la columpia otra vez? "



En el ángulo inferior izquierdo se ve una de las cuevas míticas de la costa caleteña; nos cuentan que algunos todavía las exploran, casi en broma, buscando tesoros o restos arqueológicos. Lo más que consiguen es salir a tiempo, sin tener que ser rescatados, cuando el agua sube y sube, trampeando a los que no advierten el ritmo marino. Aunque hay un arcaico letrero que anuncia LOBERÍAS, los que sobrevivieron a aquellas salvajes matanzas tampoco están más. Se fueron para salvar el pellejo, mientras a lo lejos vemos venir las hileras sin fin de camiones que proveen a la población de lo necesario para vivir al sur.



El día se había dado así, encapotado nomás. Y con ese contraste al fin me dí cuenta que estaba frente a la famosa meseta patagónica. Ahora sin ñanduces ni pumas. Ni planicie ni cordillera, se encrespa caprichosa y desciende verticalmente; tierra de tajos, ascensos entrecortados, bruscas bajadas a una costa tocada suavemente por el mar Argentino. De todos los tipos de terrenos, éste era el que más se me confundía en las clases del secundario. Y era así nomás, la meseta patagónica es arisca; lo fue a mi imaginación adolescente, lo es para una cámara fotográfica que no sabe bien dónde poner los encuadres.
Los amigos santacruceños nos cuentan que a la noche, lejos, se ven las luces de los buques factorías que chupan sin fin los cardúmenes de truchas, atunes, camarones, merluzas. Los pescadores reprochan tamaña desproporción con la captura artesanal. Y en las honduras de la plataforma se sigue taladrando y drenando crudo.
Arisca, esta meseta sureña. Una deja atrás el sur sin atenuante porque queda su espacio inmeno en la lejanía, y cuando se está allí, parece que nunca se acaba de llegar.
Sugestiones del sur, artilugios del viento.

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