Visión de futuro
Se despertó y soñó. Soñó que estaba en Posadas, en un barrio cerca del río. Soñó que trabajaba en la costanera. En la obra. Soñó que se lavaba la cara en una palangana de latón, medio abollada, que trajo de lo de su hermano una tarde que la cargó con ropa sucia para lavar en su casa.
Soñó con un overol y soñó que tenía una bicicleta. En su sueño se metía el dedo índice en la nariz y con el reborde de la uña se sacaba un moco, en parte durito y en parte mocoso y desproporcionadamente largo.
En su sueño era viernes y se cobraba la quincena. En su sueño casi sin darse cuenta, pero disfrutándolo, tuvo un estremecimiento al pensar en la fría cerveza de la tarde al final, con unas chicharras sonadoras montadas de incognito en la extensión de un chivato arquetípico.
El día fue igual a todos: agotador. El overol se pone duro cuando desde su interior se le depositan una tras otra, infinitas y renovadas capas de sudor. En tanto ardor, solo una serva, como ambar fresco, derramando su magia ininflamable por las paredes del crater calcinado...
Pero aun el premio iridiscente debía resignarse a la vulgaridad de la espera. Aun había que cobrar la quincena. No por estar llena de chanzas y risas, la cola de la quincena es menos larga y espectante.
(Los cascos amarillos a veces encopetan las simuladas y esporádicas luchas discretas entre amigos. Trepidantes expresiones guaranoides las acompañan)
Y finalmente, cuando ya el sol abandonó la compañía que adormecido le prestaba a su largo y enfilado acecho, se paró frente a la mesa y recibió su sobre.
En ese momento, que es un momento que lo aisla del mundo, asordinando las voces y los ruidos y concentra su maltratado ser, lo concentra en extremo sobre el contenido del sobre (un recibo y un dinero), cuando las yemas de sus dedos adivinaron el aleteo suave de los entrerotos bordes de la plata, se despertó, confundido, con calor y escalofrío.
Se despertó Marcelo Siri, un segundo antes de morir de un tiro en la nuca, en el asiento de su auto.
Soñó con un overol y soñó que tenía una bicicleta. En su sueño se metía el dedo índice en la nariz y con el reborde de la uña se sacaba un moco, en parte durito y en parte mocoso y desproporcionadamente largo.
En su sueño era viernes y se cobraba la quincena. En su sueño casi sin darse cuenta, pero disfrutándolo, tuvo un estremecimiento al pensar en la fría cerveza de la tarde al final, con unas chicharras sonadoras montadas de incognito en la extensión de un chivato arquetípico.
El día fue igual a todos: agotador. El overol se pone duro cuando desde su interior se le depositan una tras otra, infinitas y renovadas capas de sudor. En tanto ardor, solo una serva, como ambar fresco, derramando su magia ininflamable por las paredes del crater calcinado...
Pero aun el premio iridiscente debía resignarse a la vulgaridad de la espera. Aun había que cobrar la quincena. No por estar llena de chanzas y risas, la cola de la quincena es menos larga y espectante.
(Los cascos amarillos a veces encopetan las simuladas y esporádicas luchas discretas entre amigos. Trepidantes expresiones guaranoides las acompañan)
Y finalmente, cuando ya el sol abandonó la compañía que adormecido le prestaba a su largo y enfilado acecho, se paró frente a la mesa y recibió su sobre.
En ese momento, que es un momento que lo aisla del mundo, asordinando las voces y los ruidos y concentra su maltratado ser, lo concentra en extremo sobre el contenido del sobre (un recibo y un dinero), cuando las yemas de sus dedos adivinaron el aleteo suave de los entrerotos bordes de la plata, se despertó, confundido, con calor y escalofrío.
Se despertó Marcelo Siri, un segundo antes de morir de un tiro en la nuca, en el asiento de su auto.
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