Desmemoria, despedida

A Carmen, mi vieja 
que me legó el don del decir.


Cómo un equilibrista improvisado - y muchas veces obstinadamente torpe - trata de hacer pie en estructuras flotantes de sentido. Se afirma en palabras, en frases, de resbalosa sonoridad que vuelven una y otra vez como ecos distorsionados. "A ver...", "¡Bueno!", "¡Qué lástima!" y el sostenido y reiterado "¡vamos!". Por ahí sonríe, pícara, cuando sabe que la palabra dicha no es lo que pensaba decir. Perdida en laberintos con retazos de memoria, highlights que intenta apresar con la desesperación de quien sabe que su ser se disgrega en palabras cada vez más raras ("acá estoy, extraña" me dijo cuando llegué a verla). 
Ella con su sonrisa y su conversación alimentó lo que serían mis primeros cuentos, las redacciones escolares, las largas cartas (todavía en papel y letra algo legible) que desde Posadas escribía a lejanos amores, seductoras amigas y a ella - y a mi viejo - contándoles confusos sentimientos generados por el exilio subtropical. Parte de esto que escribo, que escribí y de lo que posiblemente escriba está ineludiblemente ligado a su palabra. 
Quiero recordarla ahora en ese lugar que a veces me abrumaba, otras extrañaba y muchas veces sentía como una suerte de puentes levadizos que no nos permitían acercarnos un poco más, al lugar del abrazo y la caricia. Palabras que abrían caminos pero que que también los cerraban. Aún hoy, me pierdo en los espejos cruzados de las palabras, en esta guarida mística donde quedo a salvo de los vértigos del amor. Sin embargo algo mueve a la caricia, a la mano agarrada, al contacto sin palabras, al beso en la frente. Sin nada que decir, ni siquiera el adiós de una despedida.
En estos días, después de pelear con los sentidos y el decir, ella duerme. Por ahí se despierta, abre los ojos, murmura algo. Después vuelve a dormir. Y así, hasta que deje de hacerlo.

Cafe Azar
Baires, fin de marzo de 2012